A finales del año 1965 la opinión pública española se vio sacudida por un suceso que coparía la primera página de los diarios y revistas de la época. Ocurría en Murcia en el seno de una familia humilde y trabajadora para la que cada día era una auténtica aventura. El día 4 de diciembre de aquel año fallecía la más pequeña de aquella numerosa familia que contaba con ocho hijos. Era una niña de once meses, llamada María del Carmen. El médico del «Seguro» se limitó a firmar el certificado de defunción, creyendo que se encontraba ante un caso de meningitis, muy habitual en aquel entonces, en un tiempo en el que la mortalidad infantil comenzaba a descender, aunque todavía fallecían muchos bebés y nadie se extrañaba de sus decesos. Sin embargo, el mismo galeno habría de presentarse de nuevo en el domicilio de aquella extensa prole tan solo cuatro días más tarde para certificar la muerte de otro de sus pequeños, en este caso de Mariano, de tan solo dos años. Tampoco en esta ocasión mostró extrañeza alguna y no puso mayor reparó en dar su conformidad al certificado de defunción.
Las sospechas sobre que algo raro ocurría en aquella familia se levantarían con el tercer fallecimiento de uno de sus pequeños, en este caso una niña de cuatro años, Fuensanta, quien moría el 14 de diciembre de aquel año. Es entonces cuando el médico decide poner el hecho en conocimiento de las autoridades. Tres muertes en tan solo diez días no parecían casuales. Entre el vecindario, muy atemorizado por el suceso, comienza a desatarse una oleada de rumores entre los que se apunta la posibilidad de que aquella familia sufra alguna grave enfermedad de tipo contagioso y procuran evitarlos a toda costa. Para tratar de averiguar lo que les ocurre a los miembros de aquella gran familia son ingresados en el Hospital de Murcia, aunque nada se descubre en este último centro. Los análisis a los que los someten no ofrecen ningún género de dudas al respecto. Se especuló con alguna alergia a los alimentos o alguna intoxicación alimentaria, pero se cercioran de que aquella familia goza de una buena salud. Como se encontraban en las vísperas de las fechas navideñas, la familia es enviada a su domicilio creyendo que la pesadilla había terminado, pues no se habían producido nuevos decesos.
La cuarta muerte
Sin embargo, tras haber pasado veinte días tranquilos, con la llegada del nuevo año, 1966, se produce la cuarta muerte en aquella familia. El día 4 de enero fallecía inesperadamente Andrés, de cinco años, el más pequeño de los supervivientes. Había desayunado manteca con pan y media naranja. Después se puso a jugar y a corretear por la vivienda, pero al poco rato se sintió indispuesto y la criatura terminaría falleciendo. Al igual que le habían hecho a sus tres hermanos, se le practicó la autopsia y se envió una muestra de sus restos a Madrid para proceder a un examen toxicológico. Mientras, la familia regresa de nuevo al hospital donde ocupa una única habitación en la que hay cinco camas.
Los análisis toxicológicos confirmarán las peores sospechas. Los cuatro niños muertos habían sido envenenados con un potente tóxico que les producía la muerte en apenas treinta minutos. La policía centra sus pesquisas en la familia de los pequeños. El cabeza de familia será sometido a un examen psiquiátrico en el centro psiquiátrico El Palmar. La madre es enviada a un hospital materno infantil debido a su avanzado estado de gestación, pues se encontraba embarazada ya de siete meses. Son los principales sospechos y pasarán a disposición judicial, mientras la Brigada de Investigación Criminal comienza a realizar su trabajo. En los cuerpos de los niños se han hallado restos de DDT y cianuro, dos tóxicos que por sí solos podrían haberlos matado sin necesidad de hacer combinación alguna que asegurase tanta letalidad.
Uno de los inspectores encargados de investigar aquel caso que estaban conmocionando a toda España preguntó quien había sido la última persona que había visto con vida a los pequeños. Una de sus hermanas, una niña de doce años, Piedad, declaró haber sido ella quien les dio de comer y se encargaba de sus cuidados mientras sus padres se dedicaban a trabajar sin descanso para tratar de sacar adelante aquella inmensa prole. Es entonces cuando se focaliza la atención en esta preadolescente y el policía le tiende una pequeña trampa. La invita a tomar algo en un bar. La niña pide un vaso de leche. En un momento dado, el agente toma una bolita de cloruro potásico en las manos y hace como si quisiera echársela en el vaso a Piedad, quien, primero medio de broma y después enfadada, le dice que no haga eso que le puede ocasionar mucho daño a alguien. Es entonces cuando le confiesa al inspector la autoría de los crímenes que le han costado la vida a sus hermanos. En un principio, inculpará a su madre de la muerte de los tres primeros, en tanto que el último confiesa que ha sido ella por su propio impulso. La niña le diría que preparaba el ungüento asesino con unas pastillas que empleaba para limpiar metales a los que añadía matarratas, siendo uno de los dos suficiente para acabar con la vida de cualquier pequeño.
Lo que más sorprendería a los investigadores de este caso fue la frialdad con la que había actuado Piedad Martínez del Águila, quien no había mostrado emoción alguna cuando dio muerte a sus cuatro hermanos. Los psiquiatras le diagnosticaron que padecía una psicopatía. Tras los crímenes, ingresaría en el Convento de las Oblatas, en Murcia, donde cuidaban a pequeñas descarriadas o en situación de riesgo. Algunas fuentes apuntan a que la joven tomaría los hábitos de la congregación religiosa, mientras que otras sostienen que años más tarde reharía su vida en otro punto de la Península. Sea como fuere, lo cierto es que jamás se volvieron a tener noticias suyas.
Familia marcada
A raíz de este trágico episodio, la familia quedaría profundamente marcada, quedando señalados por el vecindario y una ciudad entera. A los pocos meses, dos de sus miembros, los mayores, recibieron una oferta para formar parte de un dúo musical por parte de unos supuestos empresarios que tan solo buscaban aprovecharse de ellos. Sus presuntos mentores los implicaron en el robo de una motocicileta y el apellido familiar, como si de una maldición se tratase, se vio de nuevo envuelto en un truculento episodio, ya que aquellos dos chavales darían por vez primera con sus huesos en la cárcel. Años más tarde, en 1978, José Antonio Martínez del Águila, el mayor de los hermanos, asesinó a un taxista e ingresó en la prisión de Murcia, de la que se fugaría siendo apresado en la vecina provincia de Alicante.
El cabeza de familia se vio en la necesidad de trabajar como basurero, a raíz de lo cual sufriría una patología que terminó ocasionándole una ceguera. La familia jamás sería capaz de levantar cabeza, dado que la la sociedad la condenaría duramente, viéndose estigmatizada por las crueles patrañas de una pequeña, de quien muchos estudiosos de este asunto sostienen que tal vez sufriese el síndrome del cuidador. El móvil del asesinato de sus hermanos era precisamente el de verse obligada a estar al tanto de ellos, impidiéndole ese trabajo poder disfrutar de una infancia feliz como muchos de los niños de su tiempo, aunque no todos.
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