El triple crimen de Trespalacios («El buen ladrón»)
Eran aquellos tiempos una época terriblemente dura para quienes les tocó vivirlas. Plena Posguerra española, en la que cualquier treta servía para sobrevivir. Se generaron mitos y leyendas acerca de algunos personajes, cuyas prácticas parecían asemejarse a la picaresca medieval. Eran, mayoritariamente, rateros de medio pelo que tan solo aspiraban a sobrevivir, aunque a alguno se le fuese la mano. Ese fue el caso de Juan José Trespalacios, un individuo vasco que desde niño llevó una dura existencia cargada de grandes penalidades y privaciones que le harían pasar por diversos oficios. Entre ellos, el de estraperlista, muy común en aquellos furibundos y ariscos años cuarenta del pasado siglo. Su historial delictivo no pararía de crecer, realizando desde estafas hasta pequeños robos. Sería precisamente la desaparación de una vaca en el año 1950 en la pequeña aldea de Añes, en el municipio alavés de Ayala, la que le llevaría a la perdición, pues su ego personal, unido a su afán de venganza, le harían tomar la justicia por su mano contra quien le había denunciado. Su delator fue un campesino de la localidad, Marcelino Menoyo, a quien iría buscar personalmente a su domicilio para ajustarle las cuentas. Su intención, según declararía en el juicio que se siguió en su contra, no era la de matar a nadie sino de darle un buen susto, una paliza.
El día 4 de marzo de 1951, después de la salida de misa, se dirigió a casa de Marcelino Menoyo, en un domingo en el que una gran nevada cubría la pequeña localidad alavesa. Lo vio entrar en el pajar de su vivienda y tomó un palo para golpearlo de manera contundente. Cuando estaba ejecutando su venganza, ante los gritos proferidos por su víctima, salieron en su auxilio sus otros dos hermanos, Lázaro y Fe Clotilde, mientras proseguía con la terrible venganza. En aquel momento, y quizás al sentirse descubierto perdió el norte, y golpearía con la misma arma a los otros dos miembros de la familia Menoyo, ensañándose con los tres hasta el extremo de consumar una terrible matanza de las que hacen época. Posteriormente, el criminal comenzaría una huida por el monte, mientras los vecinos de Añes lo perseguían con los ánimos muy exaltados y con el ansia de hacerle pagar por el gravísimo crimen que acababa de perpetrar. Sin embargo, a pesar de que había salido de otras emboscadas, en esta ocasión no le ayudó su fuerza física, siendo detenido por varios habitantes de la localidad provistos de sus respectivas escopetas de caza. Exhausto y sin fuerzas, Trespalacios no opuso resistencia y fue detenido por aquellos furibundos hombres que lo introdujeron en una cabaña, atándolo con unas viejas cuerdas al tiempo que estudiaban la manera de matarlo. Los ánimos estaban muy encrespados y solamente la intervención del párroco de Añes evitó que fuese linchado en aquel mismo lugar, aunque no pudo impedir que fuese agredido o golpeado por el vecindario, que clamaba justicia inmediata por el triple crimen que se había cometido en el pueblo.
Avisados los agentes de la Guardia Civil, se dirigieron hasta la aldea donde se había perpetrado el triple crimen. Tampoco ellos demostraron generosidad alguna para con el detenido, a quien humillarían y hasta amenazarían adviertiéndole con la pena que le iba a caer encima. Se dice que Trespalacios pasó más de cuatro días sin comer, al tiempo que había declarado dos veces ante el juez, reconociendo el terrible crimen que se le imputaba.
La leyenda de «El buen ladrón»
A partir de esta detención, que sería la última de las muchas que había sufrido, Juan José Trespalacios da un giro radical a su vida. Tres días después de haber cometido el crimen, acepta confesarse con un sacerdote, cuya actitud impresionaría profundamente al autor del triple crimen, pues el religioso le da su ropa pues el detenido tiene frío. Reconoce la barbaridad que había cometido y se muestra arrepentido de lo que ha hecho. Cuando ingresa en la cárcel de Vitoria, el día 12 de marzo, lo primero que hace es solicitar la visita del capellán, a quien vuelve a manifestar su dolor y arrepentimiento por el triple crimen perpetrado apenas una semana antes.
Ocho meses después de su detención, es procesado en la Audiencia Provincial de Vitoria. El ministerio fiscal le solicita hasta tres penas de muerte. Finalmente solo será condenado a una, más que suficiente para terminar con la vida de cualquier hombre. Sin embargo, en ese periodo que va desde su detención hasta su juicio, se reconoce en él a otro hombre distinto al que había sido hasta aquel entonces. Acuciado ante la posibilidad de ser sentenciado a muerte, convierte su celda en una especie de santuario. Desde libros piadosos, pasando por un rosario para concluir con un cilicio ensangrentado forman parte de la vida de Juan José Trespalacios, quien llega a manifestar en un epistolario mantenido con un religioso que «Después de abjurar todos mis errores y recibiendo del señor luces suficientes para retomar como el hijo pródigo a mi fe perdida no me queda más que ofrecerle mi vida en holocausto por mis pecados y como reparación de mi mala vida pasada».
A pesar de su sincero arrepentimiento y de convertirse en una especie de santo popular al que algunos le profesan una no menos sincera devoción, en aquellos tiempos la férrea dictadura mantiene su rígido control sobre todo aquel que se ha salido de los cánones establecidos. Su delito es demasiado grave como para poder recibir un indulto que están esperando quienes le acompañan la madrugada del 13 de junio de 1951 en la prisión provincial de Vitoria, entre ellos un sacerdote. Previamente se había despedido de su madre y su hermana a quienes les había dicho que «mañana estaré en el cielo».
La ejecución, como casi todas, se convierte en un gran drama, pero mucho más en este caso, dadas las circunstancias que habían rodeado a lo largo de los últimos meses al reo. En ningún momento pierde la compostura y los testigos de su muerte no disimulan las lágrimas de dolor y emoción, entre ellos los agentes de la Guardia Civil. Por su parte, el verdugo Florencio Fuentes Estébanez se negará a oficiar el último acto de Trespalacios, por lo que es sustituido por su camarada Antonio López Sierra, alias «El Corujo». Al primero de los ejecutores de sentencias le costará su puesto en la administración de Justicia e iniciará una deriva que le llevará al suicidio en el año 1970, víctima de los resentimientos que le habían causado las ejecuciones que había practicado en su larga trayectoria profesional. El condenado ni siquiera permite que se le venden los ojos, como era una práctica habitual y obsequia a todos los presentes con una plácida mirada y la mejor de sus sonrisas, dando a entender que se marcha de este mundo sin rencor y sin odio. Ni siquiera hacia sus ejecutores.
Las crónicas de la época que relatan la ejecución ofrecen la visión de un criminal que termina convirtiéndose en la víctima, al igual que todos quienes terminaban en el cadalso. Una vez concluido la horrorosa ceremonia, su cuerpo fue trasladado al cementerio vitoriano de Santa Isabel para ser sepultado en el panteón familiar. A partir de ahí se inicia una leyenda que llega hasta nuestros días y serán muchas las personas que a partir de ahora se encomienden al «Santo Trespalacios», reconvertido ahora en «El Buen Ladrón».
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