Arroja a sus cuatro hijos al mar en Asturias
El año 1991 marcaba en España un cambio de ciclo y se vislumbraba, aunque todavía de lejos, el fin de la hegemonía socialista en el país. Sería cuando Alfonso Guerra dejaría el ejecutivo, iniciándose su divorcio de Felipe González, cuya amistad se remontaba a la década de los sesenta. El terrorismo seguía golpeando fuerte, mientras el país ponía los ojos en el año siguiente, 1992, el de la Exposición Universal de Sevilla y las Olimpiadas de Barcelona. Daba la sensación de que aquellos eventos lo iban a solucionar todo, aunque después comprobásemos que íbamos a quedar igual que estábamos, cuando no peor.
En ese prometedor clima, la crónica negra española viviría uno de sus episodios más espantosos y tenebrosos de los tiempos recientes, que tendría como escenario uno de los más bellos parajes de la costa asturiana, el mirador conocido como la Peñona, en la comarca de Avilés. Al anochecer del martes, 26 de noviembre, una mujer de etnia gitana, María Jesús Jiménez, que contaba en aquel entonces tan solo 29 años, tomó a sus cuatro hijos y se dirigió hacia lo que se iba a convertir en tétrico lugar desde la chabola en la que vivía. Llevaba a la más pequeña de sus vástagos, una niña de cinco años, en brazos. Una vez situada en el punto elegido, se supone que arrojaría los hijos unos tras otro al mar, en una terrible noche de perros en la que soplaba el viento de poniente y la marejada era continua. Decimos se supone porque lo cierto es que sus versiones contradictorias se sucedieron a lo largo de aquellos confusos tiempos y se mantendrían posteriormente en años venideros, cuando ya se encontraba cumpliendo la sentencia a la que sería condenada.
Para añadir más morbo o incertidumbre al asunto, como se quiera, la madre de los pequeños denunciaría su desaparición en el cuartel de la Guardia Civil de Salinas, una pequeña población cercana al núcleo de Avilés. Inmediatamente, la Benemérita daría traslado del hecho a los equipos de emergencia para que se pusiesen manos a la obra y socorrer a los pequeños, aunque, dadas las condiciones del mar ese día, la tarea iba a ser harto complicada y poco se podría hacer en una zona en la que predominan los rocosos acantilados de gran altura, además de ser la costa muy recortada.
El cuerpo de una niña
Al día siguiente de producirse la tragedia, el mar devolvería el cuerpo de la pequeña Azucena, de cinco años de edad. Mientras, su madre continuaba en un estado de absoluta confusión, sosteniendo que los niños habían caído al mar cuando se encontraba jugando con ellos. Sin embargo, su actitud no haría otra cosa que aumentar la desconfianza de los agentes que la interrogaban, quienes no creían en absoluto la versión que les estaba ofreciendo quien era ya una presunta filicida. Por de pronto, sería ingresada en un centro psiquiátrico a la espera de pasar a disposición judicial. Posteriormente solo se recuperarían los restos del cuerpo de uno de los pequeños, en tanto que de los otros dos jamás se volvieron a tener a noticias.
El suceso, que coparía las primeras páginas de los diarios de la época así como algunos programas de las incipientes televisiones privadas, consternaría profundamente al país, que aguardaba impaciente el año mesiánico que se prometía para 1992.
En su declaración ante el juez manifestaría no recordar nada de cuanto aconteció aquel día. El juez gallego Julio Alberto García Lagares siempre sostendría que aquella mujer no se encontraba en su cabal juicio, a pesar de que le contradecían los informes forenses y psiquiátricos. Mientras, su abogado defensor, Guillermo Fernández manifestaría al diario asturiano LA NUEVA ESPAÑA que su patrocinada sufría un trastorno borderline de la personalidad, que se caracteriza por un pensamiento dicotómico e impulsivo. A ello se sumaba que los psiquiatras que la examinaron detectaron un bajo coeficiente intelectual.
Por si los problemas que aparentemente padecía no fueran pocos, se sumaba el hecho de que su matrimonio con un payo, J.L.V., ya había hechos aguas. Su convivencia, al parecer, se había caracterizado por sufrir constantes malos tratos y una situación de estrés constante, que, tal vez hubieran podido influir a la hora de cometer semejante barbaridad. En esta época también tomaría cuerpo la hipótesis de que María Jesús Jiménez se habría intentado suicidar, una vez hubo arrojado sus hijos al mar, tirándose a las vías del tren, aunque este extremo jamás pudo ser certificado.
Tampoco faltarían las teorías de la conspiración y alternativas. Entre estas se llegó a suscitar la probabilidad de que los pequeños fueran víctimas de algún traficante de órganos. Incluso, años después, la propia María Jesús cambiaría de versión, culpando a su propio marido de la muerte de los pequeños, de quien llegó a decir que había corrido detrás de ellos hasta La Peñona tirándoles piedras. Sin embargo, su tesis no se sostuvo ni por activa ni por pasiva.
Condena
Un año más tarde, cuando ya se habían comprobado los efectos de la fiebre del año 1992, María Jesús Jiménez sería juzgada, siendo condenada a 24 años de prisión, acusada de cuatro delitos de parricidio. En este caso obtendría cierta clemencia del presidente de la Audiencia de Oviedo, quien siempre sostuvo que aquella mujer no se encontraba en plenitud de facultades, a pesar de que los informes médicos contradecían su postura. De hecho, la condenada vería sensiblemente reducida su pena, quedando establecida en 18 años, tras prosperar parcialmente un recurso presentado por su letrado ante el Tribunal Supremo.
Durante el tiempo que permaneció entre los muros de la prisión era frecuente que se comunicase con el juez García Lagares, a quien siempre enviaba alguna tarjeta dibujada con motivo de las fiestas navideñas o por el santo. Posteriormente, el magistrado perdería el contacto con la reclusa hasta que fue nombrado presidente del Tribunal Superior de Justicia de Asturias y fue a visitar la prisión en la que se encontraba cumpliendo condena. Los funcionarios le manifestarían al letrado que aquella mujer no se encontraba psíquicamente bien. Pensaban que se encontraba ida y que su comportamiento no era racional, lo mismo que siempre había sostenido él.
En el año 2001, María Jesús Jiménez obtendría la libertad condicional, pero pretendía seguir entre los muros de la prisión a salir a la calle. Se dice que temía la venganza de sus familiares o su ex marido. Una organización no gubernamental, unido al interés de unas monjas le beneficiarían de un programa de reinserción para ex-reclusos, siendo las religiosas quienes le darían acogida. Asimismo, ese mismo año, se iniciarían los trámites para su incapacitación absoluta, ya que su coeficiente intelectual la llevaba a estar incluida en el grupo de los «débiles mentales». Desde entonces se encuentra recluida en un piso tutelado en el que destaca por su aptitud hacia las manualidades. De vez en cuando, María Jesús cambia de domicilio para evitar que pueda ser controlada por quienes antaño la trataron con el objetivo de evitar una posible venganza por quienes se la tienen jurada.
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