Eran aquellos tiempos los años del hambre. En los que el día se convertían en una auténtica aventura para la práctica totalidad de los españoles. La existencia cotidiana era un sinvivir para muchas familias, que se veían azotados por la miseria y las penurias derivadas de una prolongada posguerra que parecía no tener fin. En ese dramático ambiente surgían algunos elementos que eran verdadera carne de cañón para una no disimulada marginalidad. Este es el caso de un hombre de unos treinta años, José Cadavid Pazos, quien sobrevivía de lo que podía en aquellos duros tiempos y cuya penosa existencia terminaría de la peor manera posible.
En la tarde del día 21 de enero de 1946 los vecinos de la calle Traviesa, en la localidad orensana de Verín, escucharon los dramáticos lamentos de una de sus convecinas, quien regentaba un establecimiento de venta de vinos. Al intentar penetrar en aquella pequeña tienda se encontraron con que la puerta estaba trancada por su parte de adentro, por lo que se vieron forzados a decerrarjarla para poder acceder al interior del edificio.
Cuando consiguieron penetrar en la vivienda se encontraron con un dantesco espectáculo, al que difícilmente podían dar crédito. En una habitación contigua a la cocina, se encontraron con el cuerpo exánime de Luisa Pazos, en medio de un impresionante charco de sangre. No cabía la menor duda que la pobre mujer, que vivía sola y era de mediana edad, había sido asesinada de una forma brutal y terrible. Nadie se podía imaginar que alguien tuviese la capacidad de hacerle daño a la víctima, pues estaba considerada como una extraordinaria vecina y no se le conocían -aparentemente- enfrentamientos con terceras personas.
Un sobrino, principal sospechoso
Pese a que desde un principio trató de desviar toda la atención hacia otros derroteros, la policía encargada de investigar el caso, entre ellos el responsable policial de Ourense, el señor Alonso Cano, puso en su punto de mira a un sobrino de la víctima. Este era José Cadavid Pazos, un hombre de no muy buena vida, que estaba haciendo una ávida carrera en el mundo de la delincuencia, además de ser un bebedor habitual que hacía que en muchas ocasiones se encontrase bajo los efectos del alcohol. Su relación con círculos marginales a los que acudía de vez en cuando contribuían a despejar muchas dudas.
La prensa de la época señala que tras un «hábil interrogatorio«, el criminal caería en muchas contradicciones que le obligaron a confesar el trágico suceso en el que había perecido su tía, Luisa Pazos Rodríguez. José Cadavid declararía que el motivo del crimen había sido el robo de cien pesetas. No era una gran cantidad para la época, aunque abundante para según que cosas, que al cambio actual -según el IPC- podrían ser en torno a unos 300–400 euros, un diez por ciento arriba o abajo. Con ellos tenía pensado la víctima comprar un cerdo con el que abastecerse de carne durante todo el año.
José Cadavid era sabedor de que su tía disponía de alguna cantidad de dinero en su domicilio, procedentes de las transacciones que realizaba en su pequeño comercio de bebidas. Planeó el crimen al saber a que horas se hallaba en casa. Aprovechando que esta se encontraba atizando al fuego, le asestó un potente golpe en la cabeza con un pequeño banco de madera, que la dejó inconsciente al fracturarle la base del cráneo. Posteriormente, trasladó su cuerpo a la habitación contigua dónde le propinó una enorme cuchillada en la garganta que sería el que terminaría con la vida de su familiar.
Pese a que el caso llevó algún tiempo resolverlo, hubo una pista que resultó prácticamente definitiva para los investigadores. Esta no fue otra que el hallazgo de una toalla ensangrentada en la casa del supuesto autor del crimen, quien sería detenido y enviado a la Prisión provincial de Ourense.
Condenado a morir en el garrote vil
La vista por este asesinato se celebraría en la Audiencia Provincial de Ourense en los meses finales del año 1946. José Cadavid reconoció ser el autor del crimen, así como de los problemas personales que le afectaban, entre ellos el alcoholismo crónico que padecía desde hacía algún tiempo. Si en algún juicio no se tuvo piedad con un convicto de asesinato fue en este caso. Desde el primer instante, el fiscal sostuvo la petición de pena capital para el reo, además de una cuantiosa indemnización para los herederos de la víctima.
A la semana siguiente se conoció el veredicto de la justicia, que condenaba a José Cadavid Pazos a morir en el garrote vil, macabro instrumento que infringía un severo tormento en muchas ocasiones a los condenados. No se tuvieron en cuenta las alegaciones de su defensa, tales como los padecimientos y privaciones que sufría el reo que le obligaban a mendigar y a sisar aquello que estaba a su alcance. La sentencia provocaría una consternación tan grande como el propio crimen en sí, dadas las terribles circunstancias en las que se desenvolvía la vida de alguien que no dejaba de ser un pobre hombre del que la vida se había burlado de la forma más malévola.
Conocido el fallo que condenaba duramente a José Cadavid, su abogado apeló al Tribunal Supremo, alegando las dramáticas condiciones en que vivía su patrocinado. No obstante, el alto tribunal no se apiado de aquel reo al que condenó irremisiblemente a morir en el cadalso. La última bala que le quedaba a la defensa era la gracia de la benevolencia del Jefe del Estado, el general Franco. También este último se mostraría inflexible y el Consejo de Ministros rechazó cualquier posibilidad de conmutar la pena capital al autor de la muerte de Luisa Pazos.
Tras haber pasado un calvario de más de dos años esperando a la piedad de las altas instancias, José Cadavid moriría en el garrote vil el 15 de diciembre de 1948 a manos del verdugo Florencio Fuentes Estébanez. Este último, víctima de numerosos remordimientos, al tiempo que sufría el vilipendio y desprecio de sus familiares y conocidos, terminaría abandonando la profesión. Luego de mendigar varios años, y condenado a vivir en la más absoluta marginalidad, terminaría suicidándose en el año 1970.
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