Tres crímenes por lindes de tierras en Lugo

Terreno rústico en la provincia de Lugo

La propiedad de la tierra ha sido uno de los asuntos más recurrentes a lo largo de la historia de Galicia, siendo uno de los que ha provocado infinidad de litigios entre distintos vecinos debidos, en parte, a la existencia de multitud de microparcelas y pequeños minifundios que ocasionaron más de un disgusto. No obstante, a pesar de la leyenda negra que ha perseguido a la sociedad rural gallega, rara vez ha llegado la sangre al río, como se suele decir en estos casos. Es más, las estadísticas reflejan que los delitos cometidos por cuestiones patrimoniales son incluso algo menores que en el resto de la geografía española, lo que viene a desmontar el tan manido mito de que en Galicia se mataba por un centímetro de terreno, tan divulgado en tiempos ya bastante lejanos por la periodista Margarita Landy.

Si algo ha caracterizado al extenso rural gallego y en concreto al de la provincia de Lugo es por ser un territorio con ausencia de incidentes, en el que nunca pasaba nada. Solamente eran noticia las cartas que venían de tierras americanas hace ya más de setenta años o la más reciente llegada de jóvenes, vestidos con pantalones de campana, al mando de coches de llamativos colores, cuyas marcas todavía eran grandes desconocidas en Galicia, procedentes de los más diversos países de Europa. Entonces si que se armaba la marimorena.

Aunque a través de estas páginas ya hemos dado cuenta de algún suceso luctuoso en relación a cuestiones patrimoniales, en este artículo agrupamos tres hechos que acontecieron en otros tantos puntos de Galicia que guardan una cierta similitud entre sí, tanto por las fechas en que se cometieron como en los territorios que fueron escenarios de esos desgraciados acontecimientos. La propiedad por un pastoreo, por el paso a través de la orilla de la tierra, comúnmente llamada combaro son algunos de los hechos que han motivado esas indeseadas tragedias que tanto daño han hecho a una sociedad que siempre se ha caracterizado por su gran tranquilidad y espíritu de paz.

Muerto por un disparo en A Pontenova

En abril de 1962 fue una época en la que se produjeron dos de esos inesperados sucesos y con apenas unas fechas de diferencia. El primero de ellos tuvo lugar en la parroquia de Folgueirúa, en el municipio lucense de A Pontenova. En aquel entonces, dos vecinos de la mencionada localidad mantuvieron una agria disputa por una cuestión de paso de unas tierras a otras con un tradicional carro del país. En aquella ocasión se enzarzaron en una gran discusión Alfredo Yáñez Cancio con su convecino Edelmiro Rodil Moirón, ambos ya entrados en años. El primero de ellos tomo una escopeta para intimidar al segundo, pero este último obvió los requirimientos que le hacía quien se convertiría en su triste verdugo. Al ver que Edelmiro persistía en su actitud de pasar por una propieda de Alfredo, este ofuscado efectuó un disparo que alcanzó en la cabeza a su rival, hiriéndole mortalmente.

Una vez cometido el crimen, Alfredo Yáñez huyó del lugar de los hechos y estuvo durante veinticuatro horas desaparecido, desconociéndose su paradero. Finalmente, conocedor de que estaba siendo buscado por la Guardia Civil de la zona, decidió entregarse ante el Juzgado de Paz del vecino municipio de Riotorto. Dadas las circunstancias en que se produjo este crimen, la justicia actuaría con benevolencia, condenando a diez años de prisión al agresor, así como a una indemnización de cincuenta mil pesetas a los herederos de la víctima.

Reyerta por pastoreo en Friol

Se da la curiosa circunstancia que el diario EL PROGRESO de Lugo informaba del anterior suceso y del siguiente en su misma edición del 11 de abril de 1962. Por circunstancias muy similares a las anteriores, dos jóvenes mantendrían una agria discusión en el municipio lucense de Friol. En esta ocasión se debía al pastoreo de ganado, que muchas veces no estaba muy delimitado debido a que se practicaba en los denominados montes en mano común, cuya legislación nunca ha estado muy clara del todo.

En la parroquia de Santalla de Madelos un rapaz de veinte años de edad Jesús Santos Souto mantuvo una fuerte discrepancia sobre donde debían pastar las ovejas de Servando Castedo Peña hasta el extremo que se enzarzaron en una terrible pelea, a raíz de la cual el primero de ellos, que contaba ya con veinte años de edad, propinó un golpe al segundo, que era un adolescente de dieciséis años, en la base del cráneo. A consecuencia de las graves inferidas que le había provado su agresor, Servando Castedo hubo de ser trasladado al antiguo Hospital de Santa María de Lugo, donde los facultativos que lo atendieron se percataron del gravísimo estado en que se hallaba. Su familia decidió entonces trasladarlo a su propio domicilio, donde terminaría falleciendo tan solo unas horas más tarde.

Tampoco en este caso la justicia se ensañaría con el agresor, pues sería condenado a una pena de ochos años al entender que se trataba de un homicidio con la atenuante de que el criminal sufrió una enajenación mental transitoria y no tuvo la intención de ocasionar la muerte a su víctima. Además, debería indemnizar a los herederos de Servando Castedo con la cantidad de 50.000 pesetas de la época.

Mata a su cuñado con una hoz en Vilalba

Al igual que en el anterior caso, aquí volvieron a presentarse cuestiones relativas al pastoreo de ganado en un monte comunal. Este suceso ocurriría en la parroquia de Belesar, perteneciente al área rural del municipio de Vilalba, también en la provincia de Lugo. Las relaciones entre Adolfo López Pardo, de 46 años de edad, y su cuñado Ángel López Iglesias se habían visto resentidas desde hacía algún tiempo por problemas del pastoreo de ganado. Nadie sospechaba en el lugar que ambos familiares pudiesen llegar hasta cauces tan extremos como a los que finalmente se llegó, causando una honda consternación entre su vecindario.

El trágico acontecimiento tendría lugar en la tarde del domingo, 14 de junio de 1970, cuando ambos hombres volvían con sus respectivas reses de ganado hasta el monte, de propiedad comunal. Ninguno de los dos cedía en sus pretensiones y llegado el momento Adolfo López esgrimió una hoz con la que le seccionaría la yugular a su cuñado, quien fallecería instantes después. La inmediata ayuda vecinal al herido no fue suficiente para poder socorrer a la víctima.

Adolfo López Pardo ingresaría poco tiempo después en la prisión provincial. En este caso la justicia fue mucho más severa que en los anteriores casos, pues sería condenado a una pena de doce años de reclusión mayor, aunque unos años más tarde, en 1975, se vería beneficiado del indulto que le concedería el Rey Juan Carlos I con motivo de su llegada al trono de España.

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Una mujer mata a la esposa de su ex novio en O Valadouro (Lugo)

Iglesia de Santa Eulalia de Freixulfe, parroquia donde ocurrieron los hechos

No era habitual que en la Galicia de los años cincuenta, y mucho menos en su extenso rural, aconteciesen sucesos similares como al que a continuación relataremos. Las férreas formas sociales, unidas a una no menos férrea moral, impedían cualquier desvío de los cánones estrictamente establecidos. Aún así, de vez en cuando se producía algún hecho que escandalizaba a aquella pacífica y tradicional comunidad, no acostumbrada a sucesos que alterasen sus históricas costumbres y normas de conducta, que rara vez eran saltadas a la torera.

Una de esas ocasiones en las que se olvidaron las ancestrales reglas de convivencia tuvo lugar el 11 de julio de 1957 en la pequeña aldea de Santalla de Frexulfe, en el municipio de Ferreira do Valadouro, situado en el extremo noroccidental de la provincia de Lugo, que vivía mucho más preocupado de las cartas que todavía llegaban de tierras americanas que en reparar sus consuetudinarias normas de convivencia. En esa pequeña parroquia, que hoy en día apenas tiene un centenar de habitantes, se produciría un trágico suceso que rompió cualquier molde de la época y que la llevó, involutariamente, al primer plano de la actualidad de aquella inamovible década de los años cincuenta del pasado siglo.

En aquel tiempo una joven de 32 años, Teresa Maseda Ferreiro, se encontraba muy despechada por la ruptura de relaciones con quien había sido su novio a lo largo de cinco años, Antonio Val Reigosa, y que en esa época la marcaba profundamente, pues era difícil que encontrase un nuevo compañero tras su larga relación, debido, como se ha indicado, a esa anquilosada moral que todo lo condenaba, incluso algo tan natural como podrían ser las relaciones de pareja. El muchacho con el que había estado saliendo había contraído recientemente matrimonio con otra joven, Amparo Hermida Folgueira, de 23 años de edad, quien a la postre se terminaría convirtiendo en la trágica víctima de Teresa Maseda.

A golpes

Presa de los celos y su iracundía, unida a ese despecho y malentendido orgullo personal quizás por sentirse humillada y hasta posiblemente desplazada de aquel férreo mundo en el que imperaba la tradición a la que nadie era ajeno y debía asumirse hasta sus últimas consecuencias, en el atardecer de aquel 11 de julio del ya lejano 1957 Teresa decidió cortar por lo sano y rebelarse contra un hecho que para ella era injusto, incapaz de asumir la libertad de decisión de las personas. Durante un breve periodo de tiempo, unos dos meses -los mismos que llevaban casados Antonio y Amparo-, decidió controlar los hábitos y costumbres de esta última, siendo habitual que fuese a por el ganado al monte en solitario casi todos los días al anochecer, tal como ocurriría en el día de autos.

En la fatídica fecha, Teresa Maseda esperó a quien se convertiría su víctima en medio de unos matojos provista de algún artilugio con el que le propinaría diversos golpes en la cabeza que terminarían por derribar a Amparo Hermida, quien se vio repentinamente sorpredida por la ex novia de quien ya era su marido. Sin poder reaccionar e inconsciente debido a los impactos sufridos en su testa, una vez que la hubo derribado -ya en el suelo-, Teresa le echó las manos al cuello aprisionándola de tal modo que le provocaría la muerte por asfixia en apenas diez minutos, según el dictamen de la autopsia. Sin testigos, la criminal huiría del lugar dejando el cuerpo exánime de su víctima en el camino del lugar de Ertremas.

Al ver que la joven no regresaba a su domicilio, sus familiares acudieron en su busca, encontrándose el tétrico panorama. Inmediatamente se puso el trágico en suceso en conocimiento de la Guardia Civil de la zona, quienes sospecharon desde un primer instante de Teresa Maseda, conocedores de su temperamento. En el cuartel declararía que su víctima le había provocado, aunque finalmente terminaría reconociendo los hechos, ingresando de forma inmediata en la antigua prisión provincial de Lugo.

Condena e indulto

El suceso terminaría provocando las lógicas reacciones de consternación en un término municipal y en una comarca como la de O Val do Ouro en el que se conocen prácticamente todos. El juicio contra Teresa Maseda Ferreiro, celebrado a finales del año 1957, levantaría una gran expectación, debido a las circuntancias en las que se había producido el crimen, que despertaba un insano morbo en una sociedad cuyos moldes parecían irresquebrajables.

A diferencia de otros casos, en este suceso jamás se planteó la posibilidad de que la acusada fuese sentenciada a pena de muerte. El fiscal encargado del mismo solicitó para la asesina 30 años de cárcel, así como la indemnización con cien mil pesetas de la época para los familiares de Amparo Hermida. Finalmente, la condena se vería reducida a la pena de 22 de prisión y a satisfacer la cantidad anteriormente indicada a los herederos de la joven que había asesinado.

En contra de lo que se ha dicho y repetido muchas veces hasta la saciedad, las penas privativas de libertad durante el franquismo solían ser mucho más benévolas que en la actualidad, pues los autores de homicidios y asesinatos no solían pasar grandes temporadas entre los muros de las prisiones, tal y como acontecería en este caso. Teresa Maseda Ferreiro obtendría la libertad condicional merced a un acuerdo adoptado por el Ministerio de Justicia, con fecha del 23 de octubre de 1963 y publicado en el Boletín Oficial del Estado el 24 de enero de 1964. En este caso, la autora del crimen, que cumplió su pena en la prisión de mujeres de Alcalá de Henares, apenas estuvo poco más de seis años en la cárcel. Muy poco tiempo para semejante barbaridad.

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Asesina a una mujer de un disparo de escopeta en Viveiro (Lugo)

Masa forestal en un bosque de Galicia

En la segunda mitad de la década de los cincuenta se comenzaba a salir de los efectos de la Guerra Civil española, aunque de una manera muy lenta y tibia. El campo era el principal sustento de los gallegos de entonces y la riqueza forestal era poco menos que un tesoro. Gracias a ella se iba ganando algo de dinero, aunque para ello hubiese que sacrificar un patrimonio ecológico de centenares de años.

En ese contexto, como en otros muchos, surgía algunas veces la avaricia de terceros que pretendían enriquecerse a costa de otros con el menor sacrificio posible, tal como sucedería en la costa lucense en el año 1956. En aquel entonces, un joven empresario maderero de Viveiro Francisco Camba, que contaba con 33 años de edad, deseaba aprovecherse de los espléndidos matorrales de los que disponía en el área de Candorcas, Gertrudis Rivas Fernández, una mujer soltera que tenía un importante acervo forestal.

Dado que la mujer carecía de herederos directos, el empresario concibió la idea de buscar algún ardid legal para hacerse con el patrimonio forestal de Gertrudis, mediante un documento simulado en el que constase que había satisfecho a la propietaria la cantidad de 35.000 pesetas por los árboles que ella poseía. Con esa simulación de venta quería demostrar a los herederos de quien se convertiría en su víctima que él era el verdadero propietario de la riqueza forestal de la mujer, en caso de que esta falleciese.

Las relaciones entre Francisco y su víctima eran teóricamente muy buenas y se remontaban a algunos años atrás, pues esta última le había dejado quince mil pesetas, de las que tan solo le había devuelto algo más de la mitad. Además, el maderista ya había sido condenado a seis meses y un día de cárcel por un hurto en el año 1940, tal y como constaba en sus antecedentes penales.

Rumor

El apaño que pretendía Francisco Camba se vería frustado por un rumor que comenzó a tomar fuerza en aquel entonces, que no era otro que Gertrudis Rivas estaba dispuesta a vender sus propiedades, yéndose al traste su treta. Es ahí cuando el individuo en cuestión planea eliminarla físicamente por lo que decide comprar una escopeta de cartuchos del calibre 16 para cometer un crimen que conmocionaría a la ciudad de Viveiro en la década de los años cincuenta.

La mujer que se convertiría en su víctima se hospedaba en la casa de Cándida Díaz Rubal, en el lugar de Morgade, en la parroquia de Boimente, en Viveiro. El empresario maderero conocía todos los detalles acerca de la vida de Gertrudis, ya que incluso sabía cuál era la habitación en la que dormía. De hecho, rompería hasta en dos ocasiones uno de los cristales de la ventana para introducir el cañón de la escopeta que había adquirido. En la tercera, los dueños del local decidieron instalar un trapo para evitar que entrase el aire, que no sería obstáculo suficiente para que Francisco llevase a cabo su más que macabro objetivo.

Un solo disparo

A las once de la noche del día 23 de mayo de 1956, Francisco Camba se encaminó hacia la hospedería donde residía Gertrudis Rivas Fernández. Iba completamente decidido a conseguir su objetivo, puesto que ni siquiera se privaría de que le viesen los testigos que en aquel momento se hallaban en la casa de Cándida Díaz Rubal. A través de aquel hueco que había provocado el mismo y deshaciéndose del trapo que lo cubría, introdujo la escopeta y de un solo disparo certeró fulminó a la mujer, acertándole plenamente en el parietal derecho y provocando el destrozo de su cabeza. El suceso sería presenciada por la dueña del establecimiento, su hija y un obrero, llamado Óscar Rubal López, que hacía diversas labores en casa de Cándida Díaz.

A pesar de que huyó del lugar de autos, el criminal no tendría escapatoria debido a la existencia de testigos que lo delataban. A las pocas horas sería detenido en su domicilio por fuerzas de la Guardia Civil, ingresando días después en la prisión provincial de Lugo, una vez hubo presentado la declaración ante el juez.

30 años de cárcel

En julio del año 1957, en medio de una gran expectación se celebraría el juicio en la Audiencia Provincial de Lugo contra Francisco Camba, quien se reconocería autor de los hechos que se le imputaban. En un principio, y así lo sostendría hasta sus conclusiones finales, el fiscal solicitaría la pena de muerte para el empresario maderero al entender que el hecho constituía un delito de asesinato, mientras su abogado defensor solicitaba la libre absolución al considerar que su patrocinado había actuado bajo un brote de enajenación mental, que había alterado sus capacidades mentales.

Aunque la sombra de la pena capital planearía durante todo el transcurso de la vista, finalmente Francisco Camba se vería favorecido por la clemencia del tribunal y en vez de perder la nunca en el garrote vil sería condenado a la pena de treinta años de cárcel y a la indemnización con cien mil pesetas de la época a los familiares de Gertrudis Rivas Fernández.

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Dos personas asesinadas en la tragedia de Lalín

Incendio de la vivienda en la que ocurrió la tragedia

En el año 2010 una gran crisis económica sacudía todos los cimientos de España, derivada del estallido de la burbuja inmobiliaria que se había ido inflando excesivamente a lo largo de más de una década. Los concursos de acreedores y los despidos estaban a la orden del día. Nadie parecía encontrarse a salvo en un barco que parecía navegar a la deriva. Entre los muchos que se verían afectados por el reventón del globo que se había generado en torno al mundo del ladrillo se encontraba una pareja gallega formada por José Mouriño y Carmen Reboredo Lalín, quienes terminarían por erigirse en los tristes protagonistas de un suceso que conmocionaría a Galicia en la mañana del 29 de noviembre de 2010.

Se han barajado todo tipo de hipótesis, así como las causas que les llevaron a perpetrar semejante barbaridad, aunque la que más cuerpo ha tomado siempre ha sido la relacionada con las muchas deudas que se supone que acuciaban al matrimonio. Algunas informaciones llegaron a hablar de que rondaban los tres millones de euros y que su patrimonio se encontraba en trance de ser embargado. Nunca se supo muy bien quien o quienes indujeron a José Mouriño a introducirse en el negocio inmobiliario, hasta el extremo de llegar a presidir una empresa inmobiliaria, siendo una persona totalmente ajena a ese mundillo. Siempre había trabajado en la ganadería y quizás llevado por el afán de un lucro fácil y rápido, algo que no ocurre en el campo, fue víctima de algún desaprensivo que le indujo a una tragedia familiar que ha marcado profundamente a lo largo de la última década a la pequeña parroquia lalinense de Barcia.

Los hechos, realizados con total premeditación, se iniciaron a las cinco y media de la madrugada, cuando todos dormían en aquella vivienda acostumbrada a que hubiese luz antes del albor del día. A esa hora, José y Carmen aprovecharon la oscuridad de la madrugada y el mayor sigilo posible para dar muerte a la hija de ambos, Sonia Mouriño Reboredo, una joven de 22 años, a quien su madre le propinó un brutal hachazo en la cabeza, con el que terminaría con su vida prácticamente de forma instantánea. La tragedia no había hecho más que comenzar.

Incendio

Al parecer, según investigaciones realizadas posteriormente, el matrimonio tenía como objetivo acabar con la vida de todas las personas que residían en la casa, un total de cinco, además de con la suya propia. Para ello urdieron un macabro plan consistente en incendiar las principales estancias de la casa. En principio colocaron una bombona de butano en la habitación de Amador Vázquez Quinteiro, un hombre de 85 años que era criado del lugar desde tiempos inmemoriales. Para ello utilizaron los restos de espigas de maíz con la finalidad de que el fuego se extendiese al resto del inmueble en el que también se hallaban un hermano de Amador, la madre de Carmen Reboredo, y un hermano de esta última, quien sufría síndrome de Down.

Sin embargo, sus planes no les dieron el resultado que ellos buscaban ya que solamente perdería la vida Amador Vázquez Quinteiro, debido a que sufría graves problemas de movilidad y no pudo escapar de las llamas. A diferencia suya, si conseguirían salir sanos y salvos los restantes miembros de la familia, quienes desconocían lo que había sucedido y de la manera en como se había desarrollado aquella desoladora tragedia con la que se despertaban los gallegos en una otoñal mañana de noviembre.

Fosa séptica

Al tener conocimiento del incendio que había asolado la vivienda del lugar de Outeiro, se desplazarían hasta el lugar unidades de bomberos y de la guardia civil para socorrer a la familia afectada. Nadie sabía lo que había ocurrido hasta que encontraron el cadáver de la joven Sonia brutalmente asesinada. A raíz del fuego, acudirían también los vecinos de las inmediaciones en su auxilio. En un principio, se pensó en un asalto o incluso un ajuste de cuentas, dadas las elevadas deudas que había contraído José Mouriño en su gestión inmobiliaria. Pese a todo, muy pronto se iría recomponiendo aquel enrevesado rompecabezas. Faltaba por aparecer el matrimonio que se encargaba de la explotación ganadera y no aparecía por ningún sitio, siendo ellos la principal clave que ayudaría a esclarecer el trágico acontecimiento.

Alrededor de las dos y media de la tarde eran encontrados en el interior de una fosa séptica, utilizada para almacenar los excrementos y residuos del ganado para emplearlos posteriormente como abono. Allí se encontraban Carmen y José, completamente cubiertos de purín, presentando síntomas de intoxicación al inhalar el fétido aroma que desprenden los excrementos del ganado. El hombre les preguntó si ya habían muerto todos. El se encontraba temblando y disgustado, mientras que ella aparentaba cierta serenidad.

Algunas fuentes indican a que en ese preciso instante, Carmen Reboredo se inculpó de la muerte de su hija, en tanto que otras afirmaban que había sido su marido quien declaró ante los agentes que había sido su esposa la autora material del crimen que le había costado la vida a su pequeña. Posteriormente, serían trasladados al hospital Montecelo de Pontevedra para someterlos a un proceso de lavado de estómago y posterior desintoxicación, así como para proceder al pertinente reconocimiento médico. Al parecer la pareja habría planificado su suicidio con la ingestión masiva de gases tóxicos procedentes de la fosa séptica en la que se habían ocultado, pero sin conseguir su objetivo.

Nadie en la parroquia de Barcia era capaz de explicar tan desgraciado suceso, ya que tampoco se podían ni siquiera imaginar que pudo pasar por la mente de aquel matrimonio para perpetrar semejante atrocidad. Todo el vecindario los consideraba una extraordinarias personas, honradas y trabajadoras. Se decía que a Carmen se la veía muy poco últimamente y cada vez que se encontraba con algún conocido le hablaba de los «muchos millones» que pensaba ganar su marido con el negocio inmobiliario. A ella se la consideraba una mujer introvertida, dedicada en cuerpo y alma a trabajar en la explotación ganadera que había heredado de sus padres.

En el año 2020 sería derruida la vivienda en que se había producido la tragedia, siendo ya el último icono que quedaba en pie de la misma. En la casa ya no vivía nadie y su deterioro se había hecho patente, además de quedar profundamente estigmatizada al igual que sucede con todos aquellos lugares en los que se ha producido un hecho deplorable.

58 años de cárcel

Más de tres años después de la gran tragedia que consternó a Galicia se celebraría en la Audiencia Provincial de Pontevedra el juicio por el suceso. Carmen Reboredo y José Mouriño serían condenados cada uno a una pena de 58 años de prisión, si bien es cierto que el Tribunal Supremo emitiría un auto en el año 2017 dando cuenta de que el máximo período que debían permanecer en la cárcel era de 25 años.

Según el escrito de la acusación presentado por la fiscalía, la intención del matrimonio era acabar con la vida de todos los miembros de la vivienda, descartando la posibilidad incluso de que la mujer sufriese algún tipo de alteración mental o psíquica, derivada en este caso del estrés que le podía ocasionar el hecho de cuidar a una persona como el criado, con graves problemas de movilidad. También incidía en la responsabilidad del marido de Carmen, pese a la autoinculpación de esta última, a quien consideraba una persona muy influenciable.

En el interín que va desde que se produce el crimen, noviembre del año 2010, hasta que se celebra el juicio, finales de 2013, la pareja había disfrutado de un período de libertad condicional por concluir el tiempo máximo de prisión provisional. En el mismo habían estado residiendo en casa de un familiar. Mientras, las otras dos personas que sobrevivieron al incendio ya habían fallecido en una residencia de la tercera edad emplazada en Lugo.

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Estrangula a una niña y arroja su cuerpo a un pozo en Bóveda (Lugo)

Noticia aparecida en el diario EL PROGRESO de Lugo

En la década de los años cincuenta del pasado siglo la provincia de Lugo era un territorio eminentemente rural, cuyos habitantes deseaban huir con destino a los prósperos países europeos. Su ancestral sistema agrícola apenas les proporcionaba poco más que para una ínfima subsistencia. Era un territorio olvidado en el que apenas sucedía nada o casi nada de reseñable interés, que sacase a la provincia de un agradable, humano y hasta entrañable anonimato, al que parecían estar condenados tanto la demarcación provincial como su magnífica capital, de la que todavía no se había explotado la grandeza de su historia más antigua.

Si alguna vez era noticia se debía a algún suceso, como en el caso siguiente, que incluso aparecía reflejado en la primera página del mítico semanario EL CASO y en las páginas de sucesos de los restantes diarios. Un hecho que llevaría al garrote vil a otros que cometieron dos semejantes atrocidades en otros puntos de España, como fue el caso del joven Carlos Soto Gutierrez, que había asesinado a una pastorcilla en Soria, o a Santiago Viñuelas Mañero, que había violado y asesinado a una joven en Palencia, ocurriría en la pequeña localidad de Ribas Pequenas, en el municipio lucense de Bóveda, al sur de la extensa y larga provincia de Lugo, en plena comarca del Val de Lemos.

Este hecho, que consternaría y hasta escandalizaría a una pacífica y tranquila sociedad como la lucense, fue protagonizado por un joven de 29 años, Alberto Duro Barros, en la jornada del 15 de abril de 1957. El muchacho, que trabajaba como criado en la hacienda de una familia que se dedicaba a tareas del campo, llevaba cuatro años en el domicilio del propietario José María Rodríguez, por lo que gozaba de la plena confianza de los dueños de la casa y jamás pudieron desconfiar que cometiese semejante barbaridad. El día en cuestión sus amos le encomendaron que fuese a esparcir el abono a una finca de su propiedad en el terreno conocido como Agro do Toxal. Posteriormente, se dirigirían estos últimos hasta aquel lugar para ayudarle en las tareas agrícolas que estaba realizando.

Sola en casa

Sin embargo, aquel día, y a diferencia de lo que había ocurrido hasta ese momento, el joven eludió sus responsabilidades laborales y se escondió en un paraje de monte para evitar que fuese visto por el vecindario y sus patronos. Era conocedor de los movimientos y horarios de estos últimos, así como de que su hija, María Luisa Rodríguez, una niña de doce años, quedaría sola en casa en el momento en el que sus progenitores se trasladasen a la finca en la que le habían encomendado que realizase las labores agrícolas del día en cuestión.

Una vez que se hubo asegurado de que ya no quedaba nadie en casa, nada más que la pequeña, se trasladó hasta el domicilio en el que trabajaba como criado. Al llegar al mismo, se encontró con que la criatura estaba terminando de desayunar. En un principio se abalanzó sobre ella con el afán exclusivo de abusar de la pequeña, pero esta ofreció una fuerte resistencia, a pesar de que Alberto Duro era un joven atlético, alto y fórnido.

Al no conseguir su malvado propósito, la cogió del pescuezo con ambas manos y la presionó fuertemente provocándole la muerte por asfixia y estrangulamiento. Una vez muerta, tomó su cuerpo en brazos y lo arrojó al pozo del que los dueños de la casa se abastecían de agua. Posteriormente, y visto la enorme barbaridad que acababa de perpetrar, intentaría suicidarse con una pistola que era propiedad del hermano de la niña que el mismo había asesinado. Al parecer, el arma se le encasquilló en el momento que intentó utilizarla, tal y como declararía en el transcurso del juicio.

Fuga

Sintiéndose perdido, o tal vez por el fuerte peso que sobre su conciencia ejercía tan abyecto y horrible crimen, emprendería una fuga tomando un tren de mercancías en Monforte de Lemos que le llevaría a la ciudad de Vigo, de donde era originario el criminal pederasta. Desde allí, trataría de desplazarse al país vecino, iniciando un periplo en el que se trasladó hasta O Porriño. Allí comenzaría un largo trayecto de camino a pie por travesías y zonas apartadas de núcleos de población hasta llegar al fronterizo municipio de Tui. A partir de ese instante se le comienzan a complicar las cosas y reinicía una inexplicable marcha atrás que le llevaría hasta Redondela, siendo detenido en esta última localidad por una pareja de agentes de la Guardia Civil en el momento en que tomaba un tren expreso con destino a Lugo.

Ante la Guardia Civil de Redondela, reconocería el crimen que se le imputaba, ingresando inmediatamente en prisión, siendo trasladado hasta Monforte de Lemos, donde también declararía haber asesinado a la pequeña de sus amos en su comparecencia ante el juez que se ocupaba de tan dramático suceso. Además, manifestaría que se intentó suicidar nuevamente, pero que le faltó el suficiente valor para hacerlo.

42 años de cárcel

Hasta un centenar de personas procedentes de la pequeña aldea de Ribas Pequenas se trasladaron hasta la Audiencia Provincial de Lugo para apoyar a la familia de la niña asesinada en el transcurso del juicio en contra de Alberto Duro Barros, que se celebró el 19 de noviembre de 1957. En un principio, el fiscal solicitaba para el encausado la pena capital, así como otros seis años de prisión por el delito de intento de violación, y la indemnización con 100.000 pesetas de la época (un periódico diario costaba una peseta) para los familiares de la víctima. Mientras, que su abogado defensor, un conocido penalista lucense, como era el señor Pérez Gandoy, rebajaba la pena a ocho años de cárcel y la indemnización la dejaba en la mitad de lo que solicitaba el ministerio fiscal, al considerar que su defendido había perpetrado tan solo un delito de homicidio.

Además de reconocer el crimen, volvió a incidir en el hecho del posible intento de suicidio que vendría avalado al determinar un experto en balística que el arma que había en la casa donde servía efectivamente se le había encasquillado. Dijo también que había arrojado el cuerpo de la pequeña al pozo con el objetivo de que reaccionase al contactar con el agua, pues no tenía la intención de asesinarla.

Por aquella misma época, dos individuos con similares delitos terminarían con su cuello en el temible garrote vil. En este suceso también planeó el fantasma de terminar en el cadalso, si bien es cierto que los informes forenses determinaron que Alberto Duro, a diferencia de Soto Gutiérrez y Viñuelas Mañero, no había violado a la pequeña, lo que determinó que finalmente fuese condenado a la pena de 42 años de cárcel y a la indemnización con cien mil pesetas a los padres y hermanos de su víctima. Nunca está justificada la pena capital y tal vez no arreglase nada, pero el susto de ver que su cabeza podía ser objetivo de los verdugos no le vino mal a este cruel, desalmado, despiadado asesino y pederasta que un lejano día de la primavera de 1957 terminó con la inocencia de una pacífica y tranquila provincia que tiene el honor de figurar entre los lugares más seguros de la península según los informes del propio ministerio del Interior.

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Los crímenes de Jarabo, un suceso que estremeció a la España de los cincuenta

Foto de la ficha policial de José María Jarabo

En la España de los cincuenta todavía estaban muy presentes las heridas de la Guerra Civil, que había desangrado el país hacía menos de dos décadas. Se malvivía de lo que se podía, con un mundo rural anclado en tiempos pretéritos se iniciaba el éxodo rural a las ciudades, siendo millares de familias del centro de la Península las que marchaban a formar nuevos barrios a las grandes urbes. Aún así, había quien, en teoría, no pasaba ningún tipo de apuro económico y vivía bien. Diríase que muy bien, sin pegar palo al agua y gozando de la vida en el más amplio sentido de la expresión. Uno de esos individuos era Jose María Jarabo Pérez-Morris, un niño bien de la dura España de entonces, quien recibía esplendorosas dádivas de su propia familia que lo protegía a más no poder. Baste decir que en los apenas siete años que duró su aventura española, pues él había vivido desde tiempos de la Posguerra en Puerto Rico, dilapidó quince millones de pesetas de la época, una auténtica fortuna con la que bien administrada podría haber vivido a cuerpo de rey. Claro que vivió maravillosamente, pero hubo un tiempo en el que el dinero se convertiría en un bien escaso para él, al igual que muchos españoles de su tiempo. En su caso se hacía mucho más necesario, pues llevaba un tren de vida difícilmente sostenible y su familia terminaría por hartarse de sus inmundas correrías.

Por aquel entonces,  Jarabo, a quien tanto le gustaba disfrutar de los pláceres de la vida y era todo un galán que nada se le resistía, se enamoró pérdidamente por vez primera en su existencia de una agraciada ciudadana británica, Beryl Martín Jones, a quien gustaba tanto el lujo como al conocido crápula. Al escasear el dinero, Jarabo le propuso a su amante, que estaba casada y era madre de dos niños, pignorar el anillo de diamantes que esta portaba y que estaba valorado en una cantidad que podría rondar las 200.000 pesetas de la época. Acudió para ello a la tienda de empeños Jusfer, un centro regentado por un par de prestamistas al que solían acudir quienes no tenían más remedio para ser víctimas de la avaricia y la usura de dos hombres sin escrúpulos que solían cobrar unos intereses exagerados cuando prestaban dinero y pagar cantidades rídiculas cuando quien acudía a ellos se sentía en estado de extrema necesidad.

Por la joya de la discordia, los prestamistas le ofrecieron la ridícula cantidad de 4.000 pesetas, al ser conocedores de la difícil situación económica de aquel pendenciero galán de Madrid que le gustaba acudir a comer al restaurante Lhardy y disfrutar de las noches del music hall Pasapoga. Sin embargo, y acuciado por las deudas, accedió, junto con Beryl, a recoger esa ridícula cantidad de dinero por un diamante de verdadero lujo. Pero, su amante se marchó con su marido a Francia, después de que este último pasara a recogerla. Muy poco tiempo después, la mujer exigió al galán madrileño que le devolviese la joya que había llevado a la casa de empeños, pues era un regalo de su esposo y quería ocultar a todo trance que fuese conocedor de aquella infidelidad.

Es a partir de ese instante cuando comienzan los problemas para el hombre que se había convertido en el auténtico ciclón de las noches madrileñas y a quien no se le resistía nada ni nadie. O eso creía. Para recuperar la joya debía de abonar la astronómica cifra de diez mil pesetas, un 250 por ciento más de lo que le habían dejado aquellos usureros de Jusfer hacía tan solo unos días, con quienes ya había tenido varios tratos. Además, ha de portar una autorización autógrafa de la propietaria. Y aún así veremos…..

Tres asesinatos en Lope de Rueda

En la tarde noche del 19 de julio de 1958, José María Jarabo se dirige a la céntrica calle de Lope de Rueda, concretamente al número 57, donde reside uno de los socios de JusferFélix López Robledo, después de haber sorteado al portero de la finca y a los serenos. Seguro de sí mismo y de las barbaridades que iba a perpetrar, evita en todo momento dejar huellas digitales, abriendo el ascensor con los codos. Al llegar, el propietario de la tienda de empeños le dice que esos asuntos se tratan en horario comercial y que ya verán si le devuelven o no la joya. Es entonces, cuando el galán reconvertido en psicópata inicia su sangrienta orgía disparando al prestamista en  la cabeza. Alertada por el ruido de los disparos, acude la criada Paulina Ramos, quien, asustada, da unos enormes gritos. En ese momento se encontraba pelando patatas para la cena y portaba un cuchillo de cocina, el mismo que utilizaría su verdugo para acabar con su vida después de haberle propinado un enorme golpe en la cabeza.

Todavía no había terminado su trabajo en aquella aciaga tarde veraniega de Madrid, pues no había llegado la dueña de la casa, María de los Desamparados Alonso, quien se siente muy sorprendida al ver aquel extraño en su domicilio. Con su genial verborrea y espectacular galantería, Jarabo consigue entretener por un breve período de tiempo a  quien se convertirá en la tercera víctima de aquel enredo. Le dice que es un inspector de Hacienda y que su marido y la criada han salido de la casa en compañía de un compañero suyo por unos asuntos de contrabando. Sin embargo, a medida que pasaba el tiempo, la mujer se percató que era mentira todo cuanto le decía aquel apuesto galán, sobre quien ha visto algunas manchas de sangre en el traje que lleva puesto. Ahí comienza su inquietud y se dirige a las estancias de su casa en dónde descubre a su marido y a la criada muertos. En ese momento, ya sin escapatoria posible, Jarabo efectúa los dos últimos disparos de aquella dramática noche, acabando con la vida de una mujer que se encontraba embarazada.

Con el piso convertido en panteón, pasa toda la noche en el domicilio de Félix López Robledo. Trata de montar una escena para intentar despistar a la policía en la que sugiere que las tres muertes se han producido por un problema sentimental en el que estarían involucrados las tres personas que convivían en aquel mismo domicilio. También revuelve en los cajones de los armarios para encontrar una camisa acorde, pues la suya se encuentra ostensiblemente manchada de sangre. Al día siguiente, domingo, aprovechando que el portero ya ha abierto la puerta, sale a la calle. Durante el día vagará por Madrid en un taxi en compañía de dos mujeres, además de pasar la jornada en cines de sesión continua.

El último crimen

Ya completamente perdido, Jarabo proseguirá con su macabra hazaña dirigiéndose hasta el local dónde se encuentra la tienda de empeños, en la mañana del lunes 21 de julio. Abre la puerta con las mismas llaves de Félix López, a quien se les ha sustraído después de haberlo asesinado. Nada más entrar por la puerta el otro socio de Jusfer, Emilio Fernández Díaz, le dispara dos tiros en la cabeza a bocajarro, suficientes para terminar con su vida. Después de haber perpetrado este último asesinato, revuelve en las diversas estancias de la tienda y se lleva algunos objetos de valor, pero no encuentra el anillo de su amada. Todavía pudo haber una quinta víctima, la mujer con quien convivía este último, pues ella no acudió a la llamada que le hizo el verdugo de su marido. En esta ocasión la labia no le funcionó.

Al descubrirse el crimen de la calle Sáinz de Baranda, la policía decide avisar al otro socio, desconociendo que también ha sido asesinado. Para acceder al domicilio de este último, han de forzar la puerta y descubren un desolador panorama en el que encuentran tres personas muertas. Todo indicaba que el autor de la muerte de Emilio Fernández era el mismo que había asesinado a las tres personas que habían aparecido brutalmente asesinadas en la calle Lope de Rueda. La policía se encuentra ante un extraordinario rompecabezas, conscientes de los muchos ciudadanos desesperados que acuden cotidianamente junto a aquellos dos usureros. Aún así, el caso se resolverá antes de lo previsto.

Una tintorería, la clave

A José María Jarabo, quien ahora vive en pensiones de mala muerte al carecer de dinero suficiente para poder vivir en los caros y lujosos hoteles en los que había residido viviendo de la sopa boba de su familia, le traiciona su espíritu de galán y de dandy. El traje que había vestido en la tarde noche que cometió los tres crímenes de la calle Lope de Rueda era sin lugar a dudas uno de su favoritos. Antes que hacer otra cosa, el criminal se dirige a una tintoreria de la calle Orense, sita en una finca del número 49. Les entrega el traje ensangrentado a los tintoreros, quienes muestran su infinito asombro. La excusa que les ofrece es que ha protagonizado una pelea con unos delincuentes, aspecto que podía ser creíble debido al carácter pendenciero de Jarabo.

Ante la gran consternación y el temor que se había despertado en la capital de España como consecuencia de aquellos crímenes que habían llevado al pánico, los dueños de la tintorería deciden poner el hecho en conocimiento de la policía. El cuadrúple criminal sería detenido al día siguiente de haber perpetrado su horrible matanza cuando se dirigió a la tienda de tinte a recoger uno de sus trajes favoritos.

Debido a su carácter de dandy y hombre dado a la buena vida, la declaración de José María Jarabo ante la policía se convertiría en un auténtico espectáculo. Reconoció haber cometido aquellos cuatro horribles crímenes, si bien solo se arrepintió de haber cometido dos de ellos, los de las dos mujeres, en tanto que para nada lamentaba haber asesinados a los dos prestamistas.

Otro espectaculo judicial

En el transcurso del juicio que se celebró en su contra se escuchó por vez primera en la historia de la jurisprudencia de España el término psicopatía por boca del abogado defensor, quien había apelado a los problemas de tipo psiquiátrico que presentaba su defendido. Sin embargo, los informes hechos por psiquiatras, dos profesionales se inclinaban por la tesis de que el criminal sufriese alguna perturbación mental, en tanto que otros tres sostenían exactamente lo contrario. Se sabía que Jarabo había sido diagonosticado de un principio de esquizofrenía en su adolescencia, aspecto que no fue tenido en cuenta a la hora de juzgarlo. «La mejor medicina para los psicópatas es el cadalso», fue la expresión que pronunció uno de los miembros del tribunal.

Finalmente, José María Jarabo Pérez-Morris terminaría sus días con su cuello destrozado por el garrote vil el día 4 de julio de 1959, cuando el conocido verdugo Antonio López Sierra, alias «El Corujo», y que era prácticamente la antítesis de quien se convertiría en su víctima, apretaba aquel macabro manubrio que terminaría convirtiendo en una auténtica carnicería. Este último, muy aficionado a la bebida, llegó borracho para armarse de valor, y debido a su escasa fortaleza física, su impericia y el atlético cuerpo que presentaba el reo, tardaría hasta veinte minutos en terminar con la vida de un hombre sobre quien incluso se dudaba que hubiese pasado por el cadalso. De hecho, un inspector de la policía apuntó con su pistola hacia un chófer de la funeraria que conducía el vehículo en el que se transportaba el féretero de Jarabo y le obligó a abrirlo, después de que le hubiese oído decir que quien iba en aquella caja no era el cuadrúple criminal, sino una persona de etnia gitana que había fallecido en las dependencias carcelarias. Y es que José María Jarabo Pérez-Morris, aquel embaucador y vividor de medio pelo, estaba muy bien relacionado familiarmente. Distintos miembros de su familia ocupaban cargos en la nomenclatura del régimen franquista. Uno de ellos era ni nada más ni nada menos que el presidente del Tribunal Supremo. Sin embargo, en esta ocasión no le serviría de mucho al célebre galán de la noche madrileña que dilapidó una auténtica fortuna en una época en el que el dinero era un bien muy escaso.

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Asesina a tres internos del Asilo de Ribadeo

Panorámica de Ribadeo

Nunca se podrá decir que el año 1927 se iniciase con buen pie en la bella villa ribadense, que se asienta sobre su celestial ría. Ha pasado ya cerca de un siglo cuando el Asilo que regentaban las Hermanas de la Caridad fue el escenario de una horrible matanza, quizás la peor ocurrida en la historia de Ribadeo. En la noche del 2 de enero de aquel año, aún con la efervescencia de las Navidades, un individuo, José Soto, de 50 años de edad, conocido como «O Coxo do Rulo», daba muerte a tres de sus compañeros del centro asistencial en el que se encontraban internados, desconociéndose los motivos del porqué de aquella cruel matanza que consternaría, no solo a Ribadeo, sino a toda la Galicia de la época, que ahora miraba hacia sí misma y no hacia tierras americanas como era costumbre.

Según relata la prensa de la época, «O Coxo do Rulo», un hombre de muy mal carácter y de groseros modales, acometería alrededor de las diez de la noche del segundo día del año contra tres de sus compañeros, provocando un espantoso y horrendo panorama en el centro de acogida. Quien primero se percató de que algo ocurría en aquel hospital de beneficencia fue el sereno encargado de vigilar la zona, ya que escuchó algunos quejidos procedentes de una de las habitaciones. Dado que en aquel lugar se hospedaban personas desamparadas y enfermas, el vigilante nocturno se supuso que serían algunas lamentaciones de alguna persona que sufriese algún tipo de dolencia. Se acercó hasta el hospital para avisar a las monjas de los lamentos que escuchaba, pero se encontraría con un panorama que superaba lo macabro y desolador.

En paños menores

Acompañado de otro vigilante comprobó que uno de los internos se hallaba en paños menores, que estaban completamente ensangrentados, por lo que se supuso que habría tenido algún enfrentamiento. Se trataba de José Soto, «O Coxo do Rulo», llamado así desde que sufriera una herida de consideración en la Guerra de Cuba a consecuencia de la cual padecía una ostensible cojera. Les sorprendió su actitud, pues se hallaba sentado en las escaleras que dan acceso a los cuartos superiores, y les manifestó tanto al sereno como al hombre que lo acompañaba que le había dado muerte a navajazos a tres de sus compañeros, cuyos cuerpos se encontraban exangües en sus habitaciones. Inmediatamente después comprobaron la veracidad de sus palabras y se encontraron con el desolador panorama que les había descrito el supuesto homicida.

Inmediatamente después de haber perpetrado los tres salvajes crímenes, «O Coxo do Rulo» sería detenido por fuerzas del orden e ingresado en la prisión, que se hallaba en la calle Martínez Pasarón, prácticamente enfrente donde se habían cometido los horribles crímenes que tan profundamente consternarían a toda la ciudadanía de la villa ribadense.

Para perpetrar la masacre, José Soto no escatimó esfuerzos, forzando, con la misma navaja que cometió los tres crímenes, las cerraduras de los cuartos de sus víctimas. Una de ellas, Manuela Vila López, una mujer ya anciana, había sido prácticamente decapitada, según se reveló en la autopsia. La mujer, muy limitada físicamente, había caído sobre una silla, cuyo ruido alertaría a las monjas de lo que estaba sucediendo, al intentar huir de la garras de su asesino.

Ensañamiento

El tétrico aspecto que presentaban los tres cadáveres daba idea de que se había producido un gran ensañamiento con sus víctimas. Buena prueba de ello lo constituía el de Ángel Franco, un antiguo marinero de cincuenta años, que había ingresado en el centro asistencial después de que le fuera amputado uno de sus brazos como resultado de una lesión sufrida mientras trabajaba a bordo de un barco. Según los detalles de la autopsia, el asesino le habría abierto la caja torácica retorciéndole el corazón y la traquea. Debido al estado en que se hallaba, sentado al borde del lecho y con un vaso de sangre sobre una mesilla de noche, hubo sospechas de que «O Coxo do Rulo» hubiese practicado vampirismo, aunque posteriormente se demostraría que en ningún instante bebió sangre alguna de sus víctimas, aunque la hubiese recogido en aquel recipiente.

La última de sus víctimas, Antonio Blanco, que era un antiguo albañil que vivía de la caridad después de que una caída de un andamio le provocase una grave lesión en una de sus extremidades, presentaba un navajazo a la altura del corazón, suficiente para terminar con su vida. La orgía de sangre de José Soto pudo continuar si no acierta a ser que la hipotética cuarta víctima, un joven que había ingresado recientemente en el centro de acogida, no hubiese pasado el cerrojo de su cuarto, lo que le impidió acceder a su interior.

Intento de suicidio

Tal y como se produjeron los hechos, «O Coxo do Rulo» declararía ante las autoridades, entre ellas la Guardia Civil, que tenía el deseo de suicidarse, pero que no tenía valor para hacerlo y que le gustaría que lo matase la Justicia. Al día siguiente de ingresar en prisión, José Soto intentaría acabar con su vida cortándose una vena de un brazo con un cristal que encontró en las dependencias penitenciarias, debiendo ser atendido por un médico ribadense.

Después de haberse perpetrado este horrible crimen, se suspendieron los restantes actos navideños que todavía estaban previsto celebrarse en Ribadeo. Las autoridades, entre ellas su alcalde, presidirían el multitudinario funeral que, por el alma de alma de las víctimas, se celebró en la villa del Eo, que se convertiría en una extraordinaria manifestación de duelo.

Sobre el autor del triple crimen, no se volvieron a tener noticias. Se supone que, tal como se desarrollaron los acontecimientos, tal vez hubiese sido ingresado en un psiquiátrico penitenciario. Lo que sí se sabe es que en el momento de producirse los hechos, la salud física de José Soto tampoco era la mejor, pues se le había detectado recientemente una úlcera cancerosa en una de sus piernas, motivo este que fue suficiente para ser admitido en el centro regentado por las Hermanas de la Caridad. Con anterioridad, había trabajado en servicio municipal de limpieza, del que sería despedido a consecuencia de su mal carácter y los constantes enfrentamientos que provocaba con sus compañeros.

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Cinco mil pesetas por matar a una sexagenaria viuda en Trabadelo (León)

Los primeros años de la década de los sesenta en el confín donde se unen las tierras galaicoleonesas comenzaba a ganar protagonismo la histórica Carretera Nacional N-VI, que une la capital de España con Galicia y que termina su trayecto en A Coruña, tras más de 600 kilómetros de recorrido. Son muchas las pequeñas localidades y aldeas que se encuentran en las inmediaciones del mítico puerto de Pedrafita do Cebreiro, a uno y otro lado de ambas demarcaciones provinciales de Lugo y León respectivamente. Sus vecinos se conocen casi todos, antaño esa relación era a aún mayor, y se de la paradoja de que hasta una vivienda se encuentra en el mismo límite. Por la parte delantera son vecinos de la provincia leonesa y por la trasera de la lucense. Forman todos ellos un curioso territorio que tan solo se encuentra separado por los límites geográficos impuestros caprichosamente por las distintas administraciones que jamás tuvieron en cuenta sus peculiaridades, lo que no ha dado -en más de una ocasión- a distintos malentendidos e historias que no dejan de ser rocambolescas, independientemente del carcomido irredentismo que ha llegado a provocar algún enfrentamiento político, que no obedece a las circunstancias de este caso.

Tanto los leoneses como los gallegos de esa contorna tienen una peculiar indiosincrasia y casi una misma percepción del mundo que los rodea, con sus pros y sus contras. Así, era frecuente que sus costumbres se asemejasen mucho a las gallegas, con los clásicos carros del país, ya desaparecidos y un paisaje ciertamente similar, en el que predominan las frondosidades y un terreno escarpado que le proporcionan un singular atractivo. Una de las últimas aldeas antes de adentrarse en tierras gallegas es Perexe, perteneciente al término municipal de Trabadelo, donde la práctica totalidad de sus vecinos se expresan ya en la lengua rosaliana. Allí el 19 de septiembre de 1962 iba a ocurrir un macabro suceso que consternaría tanto a gallegos como a leoneses, tanto por la forma en como se produjo como en sus circunstancias, impropias de una comarca en la que primaba la buena vecindad y la confraternidad. Sus graves repercusiones llegarían hasta nuestros días.

En los pequeños núcleos poboacionales es habitual que afloren viejas rencillas familiares por cuestiones particulares que, incluso, suelen heredarse de padres a hijos y que ciertamente son complicadas de resolver por un cierto particularismo y una falsa honorabilidad social malentendida. Este es el caso que ahora nos ocupa. Desde hacía ya varias décadas dos vecinos de esta entrañable aldeíta, que ganaba gran visibilidad al paso de los viajeros por la vieja carretera, Hilario Jurjo Larzábal y Purificación Fontevedra mantenían unas relaciones tormentosas, que nunca fueron capaces de reconducir y que el primero de ellos llevaría hasta límites extremos. Desde hacía más de tres años, Hilario, un hombre ya de sesenta años, tenía intención de liquidar esta situación por la vía más rápida, es decir, terminando con la vida de su casi eterna enemiga. Para ello contrataría los servicios de lo que hoy conocemos como un sicario, que se encargaría de acometer un macabro cometido. Se trataba de Venancio Iglesias Prieto, un hombre de 54 años, que se dedicaba a ganar su sustento de cada día trabajando como jornalero a quien requería sus servicios.

Hombre de confianza de la víctima

Para llevar a cabo esta tarea con la mayor precisión posible y con el objetivo de no levantar sospechas, no se le ocurrió mejor idea que contar para ello con un hombre de confianza de Purificación Fontevedra, una mujer viuda de 67 años que vivía sola en su domicilio. El día elegido tampoco había sido casual, pues en el pueblo había muy poca gente. La mayoría se había desplazado a la vecina localidad de Villafranca del Bierzo a gozar de sus fiestas patronales y eran muy pocos los lugareños que se encontraban en sus domicilios. El criminal, por su parte, también se tomó la molestia de elegir una hora idónea para cometer el bárbaro encargo, aprovechando el anochecer en el que ya declinaba el día y así procurar no ser visto husmeando por el lugar de autos. Además, para ello se pertrechó convenientemente con una hoz que introdujo bajo una larga gabardina que le había prestado Hilario Jurjo, a la que añadía un sombrero pintado de negro con el objetivo de no ser reconocido, pero las cosas casi nunca salen tan bien como se planean y este dramático suceso es un claro ejemplo.

La confianza que tenía el verdugo con su víctima era tal que esta última jamás pudo sospechar que el jornalero fuese a hacerle ningún daño, pues Venancio Iglesias era un trabajador habitual en su hacienda, siendo habituales los cometidos que le encargaba Purificación Fontevedra. En esa jornada había estado trabajando en su casa y la pobre mujer pensaba que quien se había reconvertido en sicario de la noche a la mañana iba a cobrar el jornal y así se lo preguntó cuando se dirigió a ella. Sin embargo, aquel hombre, que se había ganado la camaradería de aquella viuda ya sexagenaria, iba con otro tétrico fin que el de cobrar su jornal. Aquel atardecer iba con el propóstito de asesinarla de la forma más espantosa y que haría estremecer a todo su vecindario.

-¿Vienes a cobrar el jornal, Venancio? -Fueron al parecer las palabras que le dirigió Purificación al criminal, quien a continuación esgrimió una hoz de las grandes con la que le propinó una secuencia de golpes en la cabeza, dejándola inconsciente, además de provocarle graves traumatismos, tal y como se demostraría en la autopsia. Para cerciorarse de que había cumplido con su trabajo, le efectuó varios cortes en el cuello, alguno de los cuales le seccionó la yugular e irremisiblemente terminaron con la vida de la pobre mujer, cuyo cuerpo sería arrojado a la presa del río Barjas a su paso por la pequeña aldea de Perexe.

La viuda profirió gritos de auxilio y de dolor que alertaron a una vecina, quien pudo contemplar a un hombre que pasaba por el oscuro callejón que comunicaba la casa de la mujer asesinada con la Carretera Nacional N-VI. Al terminar con su macabro cometido y ser visto por aquella pequeña callejuela, la vecina le preguntó al desconocido a qué se debían aquellos gritos, sin que el hombre le respondiese en ningún momento y siguiese su camino hasta alejarse hacia la vía que comunica Madrid con las tierras gallegas. Debido a la precipitación del momento, Venancio estuvo a punto de ser atropellado por un coche, según declararía uno de los testigos.

El asesino y el inductor del crimen concertarían una cita en un lugar próximo para cobrar por el siniestro cometido y devolverle las ropas que le había prestado con el ánimo de pasar desapercibido. Hilario Jurjo pagó las cinco mil pesetas convenidas a Venancio Iglesias, marchando posteriormente a sus respectivos domicilios.

Sangre fría

La sangre fría con que actuó el criminal sería uno de los puntos que más sorprendería a los investigadores del brutal asesinato. Aquella misma noche, cuando aún no había sido detenido y no se sospechaba de él, tuvo el valor de acompañar a la familia de Purificación Fontevedra en el velatorio. Además, solicitaría a sus familiares que pudiese ver el cadáver para así contemplar las mortales heridas que él mismo le había inferido. La situación no podía ser más lúgubre y dantesca.

A pesar de toda la escefinicación perpetrada por el criminal y su cómplice, esta no fue suficiente para que la Guardia Civil no los pusiese en su punto de mira, conocedores de las malas relaciones entre Hilario y Purificación, con el añadido de que una mujer había visto en el callejón a un hombre que se correspondía con el aspecto físico de Venancio Iglesias. Aunque en un principio negó tener nada que ver con aquella trágica muerte, finalmente se derrumbarría y terminaría por delatar al hombre que le contrató para acometer su macabra hazaña, siendo ambos detenidos por las fuerzas del orden. Al conocerse los hechos, los vecinos se lanzarían a la calle a vilipendiar al inductor del asesinato, pues el primero ya se hallaba bajo la acción de la justicia.

El juicio, que se celebró en el mes de febrero de 1963, levantaría una gran expectación por las condiciones en que se produjo tan espeluznante asesinato. El fiscal solicitaría la pena capital para ambos, tanto para el inductor como para el sicario. El vecindario de Perexe se volcó en contra de ambos exigiendo justicia. Aunque en un principio fueron condenados a pena de muerte, finalmente el Consejo de Ministros accedió al indulto de ambos energúmenos, que deberían cumplir, cada uno de ellos, una pena accesoria de veinte años de cárcel, así como otra de destierro por un período de diez años, además de indemnizar solidariamente a los herederos de Purificación Fontevedra con cien mil pesetas de la época, que no era poca cantidad. No cabe duda de que el crimen les salió mucho más caro de lo que en un principio habían pactado y planeado por la recompensa a cambio de un vil asesinato. Y es que como se suele decir en estos casos, la policía no es tonta y el susto de haber podido ser personajes de excepción en el cadalso no les vino mal, aunque al final se librasen de la siempre horrible e injustificada pena de muerte. Aunque en este caso, ambos individuos se habían confabulado para aplicársela a una pobre e indefensa viuda ya entrada en años que vivía sola y que no hacía daño a nadie.

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Impunidad para el asesino de dos mujeres en una aldea de Lugo en 1962

Última página del diario EL PROGRESO dando cuenta del suceso.

La provincia de Lugo siempre tuvo la fama de ser un territorio un tanto anodino, en el que jamás sucedían cosas que cambiasen su rutinaria forma de vida. Sin embargo, hace ya casi sesenta años, ocurrieron algunos relevantes acontecimientos que pusieron al territorio meridional gallego en el mapa. Sin lugar a dudas, el más importante de todos fue el nombramiento del político originario de Vilalba, Manuel Fraga Iribarne, como ministro de Información y Turismo. Algo era algo. Había que remontarse más de un siglo atrás para encontrar a un lucense formando parte de un Consejo de Ministros. Hasta tiempos de Nicomédes Pastor Díaz. El literato viveirense había sido fugaz ministro de Estado durante apenas un par de meses en el año 1856, lo que hoy en día se denomina Asuntos Exteriores. Aunque antes de que quien fuera Presidente de la Xunta de Galicia durante tres lustros formase parte del selecto club ministerial, la provincia de Lugo saltaría a la primera página de los medios de comunicación por un luctuoso suceso, curiosamente acontecido en la misma comarca de la que era originario quien se convertiría en una de las figuras políticas más destacadas a los largo de los cuatro últimos decenios del siglo XX.

Algo menos de dos meses antes de que Fraga ocupara el deseado banco azul, una pequeña aldea de la comarca de Terra Chá, en pleno centro de la provincia de Lugo, a caballo entre el interior más puro y la Costa lucense -mal llamada hoy en día A Mariña por cuestiones puramente comerciales- se producía un terrible y atroz suceso que conmovería profundamente a aquella pacífica, tranquila y preciosa contorna en la que tan solo eran noticia las muchas cartas que ya procedían de diferentes países europeos en detrimento de la ancestral emigración americana en la que también otro individuo oriundo de tierras luguesas se convertía en el dictador de un país caribeño, otrora denominado «la perla del Caribe«. En una pequeña aldea, de curioso nombre, Goberno, situada en el municipio de Castro de Rei, que traducido al castellano significa Gobierno, aparecían brutalmente asesinadas dos mujeres, una octogenaria y otra de una cierta edad, que vivían solas en una vivienda que reflejaba tan solo pobreza, inmundicia y miseria. Las víctimas eran Manuela Gómez Silvosa, de 80 años de edad e Inés Cal Gómez, sobrina de la primera, que contaba 58 años de edad.

Traumatismos en la cabeza

Los cuerpos de las víctimas aparecieron en los bajos de la vivienda destinados a la cuadra el día 18 de mayo de 1962. Ambas presentaban graves heridas en la cabeza, que les ocasionaron traumatismos cranoencefálicos que les provocaron la muerte. Todo indicaba que las mortales lesiones habían sido ocasionadas con algunos de los muchos aperos de labranza que poseían ambas mujeres, quienes vivían de la agricultura y la ganadería, hasta el punto de que hacía muy poco tiempo habían tenido algunas cabezas de ganado ovino y caprino. De hecho, algunas herramientas aparecerían manchadas de sangre y se apuntaba a que se podría haber producido una lucha entre las mujeres y su agresor. Los hechos fueron descubiertos debido a que los vecinos las echaban en falta de los escasísimos actos sociales a los que acudían, entre ellos a las celebraciones religiosas, a las que eran muy asíduas. La imagen de los cadáveres de las víctimas era dantesco, según reflejaba la prensa de la época. El diario EL PROGRESO de Lugo describe en su edición del día 27 del mes de autos el horror que vivió su redactor de sucesos ante tan desagrable y macabro suceso, que aparecía reflejado en su última página.

Aunque el hallazgo de los cuerpos se produjo el día 18, se apuntaba que el crimen podría haber acontecido quince días antes. Ambas mujeres apenas tenían contacto con el resto del mundo y vivían pobremente, a pesar de que habían atesorado una gran fortuna económica. Tenían cuatro reses de ganado vacuno, una de las cuales fue encontrada muerta, probablemente por inanición, en la cuadra en la que se encontraron los cuerpos de ambas víctimas. Otra de las vacas estaba fuera pastando, mientras que otra se encontraba con su cría en estado moribundo.

Gran cantidad de dinero

Una de las cosas que más sorprendió a las autoridades que investigaron el crimen fue la gran cantidad de dinero hallado en la casa. Se encontraron monedas de todas las épocas, resultando casi insólito que descubriesen cerca de quinientas monedas de plata de cinco pesetas, pertenecientes a tiempos pretéritos de la historia de España. No menos sorprendente fue que encontrasen hasta un total de 94.000 pesetas de la época en un baúl, que podrían ser al cambio actual, teniendo en cuenta la inflación, más de 50.000 euros. Las dos mujeres carecían de cualquier tipo de ingreso que fuese ajeno a la agricultura y la ganadería, cuyos beneficios solían ser muy exíguos. Sin embargo, todo indica que vivían con la obsesión de acumular y atesorar dinero, convirtiéndose en un fin en sí mismo, sin beneficiarse de las ventajas que les podría haber acarreado su situación económica.

A sus ansias de atesorar dinero y a que sacrificasen su bienestar personal, se sumaba la circunstancia de que carecían prácticamente de cualquier familia próxima que residiese en suelo español. La madre de Inés, la más joven de las víctimas, vivía en Buenos Aires desde hacía ya varias décadas y la relación con su hija y su hermana era escasa, limitándose a esporádicas cartas que se remitían mutuamente.

Otro de los hechos que sorprendió de sobremanera a los investigadores fue el hecho de que Inés Cal Gómez se encargase de hacer los áperos de labranza que empleaban en sus faenas agrícolas. Así, se decía que esta mujer había hecho los yugos de las vacas y los arados que había en casa. Las informaciones apuntaban a que esta última pudiese padecer algún tipo de trastorno mental a causa de algún desengaño sentimental ocurrido en su juventud, pues era una persona muy huraña y tendía al aislamiento en el que se había sumido junto a su tía.

Un detenido

A los pocos días de haberse producido el crimen fue detenido un joven empresario de la vecina parroquia de Ansemar, perteneciente también al municipio de Castro de Rei, Narciso Prieto Fontela, que contaba con tan solo 29 años de edad. El móvil del crimen se suponía que era el robo y que era alguna persona conocedora de la gran cantidad de dinero que había en aquella decrépita e inhóspita vivienda que tan solo destilaba desolación y miseria. A todo ello se sumaba el hecho de que el detenido sufría graves problemas económicos y se encontraba acuciado por un sinfín de deudas que debía de satisfacer en un periodo relativamente corto de tiempo.

Interrogado por agentes de la Guardia Civil, el detenido y su esposa incurrirían en diversas contradiciones. Así, manifestó que el día de autos se encontraba en casa de un vecino de la parroquia de Castro de Ribeiras de Lea, aspecto este que fue rebatido por la persona aludida. Acerca de las heridas que presentaba en el rostro, manifestaría que las mismas habían sido ocasionadas al caerse de la motocicleta que conducía días atrás, aunque parecía proceder de una pelea que, supuestamente, pudo haber mantenido con la más joven de las mujeres. De hecho, no se hallarían huellas en el lugar en el que presuntamente había sufrido el accidente, en tanto que el vehículo no presentaba ningún desperfecto ocasionado a causa de ningún siniestro.

Cuando parecía que todos los cabos estaban atados y que el hecho estaba en vías de resolución, el único detenido por aquel gravísimo suceso, Narciso Prieto, fue puesto en libertad por el Juzgado de Instrucción de Lugo que se encargaba del caso, al entender que se carecían de pruebas concluyentes que pudiesen encausar al sospechoso.

Con la puesta en libertad del único encausado hasta aquel momento, y a la vista de que no se encontraban nuevas pruebas que pudiesen contribuir al esclarecimiento del suceso, el doble crimen de Goberno, la bella aldeíta de curioso y singular nombre, dormiría el sueño de los justos o en este caso de los injustos en las vetustas dependencias de un juzgado de Lugo, quedando relegado a la más absoluta impunidad. Sesenta años más tarde, ya nadie se acuerda de aquellas dos pobres mujeres que fueron vil y cruelmente asesinadas el mismo año en que un convecino suyo se convertía en ministro de Información y Turismo. Como mera anécdota, cabe señalar que el único detenido fallecería cincuenta años más tarde, en febrero del año 2012, en un trágico accidente de tráfico en la principal carretera comarcal de la contorna. Una vida marcada por la tragedia. Nadie lo duda.

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Ejecutado en el garrote vil por asesinar a una tía en Ourense

Garrote vil

Eran aquellos tiempos los años del hambre. En los que el día se convertían en una auténtica aventura para la práctica totalidad de los españoles. La existencia cotidiana era un sinvivir para muchas familias, que se veían azotados por la miseria y las penurias derivadas de una prolongada posguerra que parecía no tener fin. En ese dramático ambiente surgían algunos elementos que eran verdadera carne de cañón para una no disimulada marginalidad. Este es el caso de un hombre de unos treinta años, José Cadavid Pazos, quien sobrevivía de lo que podía en aquellos duros tiempos y cuya penosa existencia terminaría de la peor manera posible.

En la tarde del día 21 de enero de 1946 los vecinos de la calle Traviesa, en la localidad orensana de Verín, escucharon los dramáticos lamentos de una de sus convecinas, quien regentaba un establecimiento de venta de vinos. Al intentar penetrar en aquella pequeña tienda se encontraron con que la puerta estaba trancada por su parte de adentro, por lo que se vieron forzados a decerrarjarla para poder acceder al interior del edificio.

Cuando consiguieron penetrar en la vivienda se encontraron con un dantesco espectáculo, al que difícilmente podían dar crédito. En una habitación contigua a la cocina, se encontraron con el cuerpo exánime de Luisa Pazos, en medio de un impresionante charco de sangre. No cabía la menor duda que la pobre mujer, que vivía sola y era de mediana edad, había sido asesinada de una forma brutal y terrible. Nadie se podía imaginar que alguien tuviese la capacidad de hacerle daño a la víctima, pues estaba considerada como una extraordinaria vecina y no se le conocían -aparentemente- enfrentamientos con terceras personas.

Un sobrino, principal sospechoso

Pese a que desde un principio trató de desviar toda la atención hacia otros derroteros, la policía encargada de investigar el caso, entre ellos el responsable policial de Ourense, el señor Alonso Cano, puso en su punto de mira a un sobrino de la víctima. Este era José Cadavid Pazos, un hombre de no muy buena vida, que estaba haciendo una ávida carrera en el mundo de la delincuencia, además de ser un bebedor habitual que hacía que en muchas ocasiones se encontrase bajo los efectos del alcohol. Su relación con círculos marginales a los que acudía de vez en cuando contribuían a despejar muchas dudas.

La prensa de la época señala que tras un «hábil interrogatorio«, el criminal caería en muchas contradicciones que le obligaron a confesar el trágico suceso en el que había perecido su tía, Luisa Pazos Rodríguez. José Cadavid declararía que el motivo del crimen había sido el robo de cien pesetas. No era una gran cantidad para la época, aunque abundante para según que cosas, que al cambio actual -según el IPC- podrían ser en torno a unos 300400 euros, un diez por ciento arriba o abajo. Con ellos tenía pensado la víctima comprar un cerdo con el que abastecerse de carne durante todo el año.

José Cadavid era sabedor de que su tía disponía de alguna cantidad de dinero en su domicilio, procedentes de las transacciones que realizaba en su pequeño comercio de bebidas. Planeó el crimen al saber a que horas se hallaba en casa. Aprovechando que esta se encontraba atizando al fuego, le asestó un potente golpe en la cabeza con un pequeño banco de madera, que la dejó inconsciente al fracturarle la base del cráneo. Posteriormente, trasladó su cuerpo a la habitación contigua dónde le propinó una enorme cuchillada en la garganta que sería el que terminaría con la vida de su familiar.

Pese a que el caso llevó algún tiempo resolverlo, hubo una pista que resultó prácticamente definitiva para los investigadores. Esta no fue otra que el hallazgo de una toalla ensangrentada en la casa del supuesto autor del crimen, quien sería detenido y enviado a la Prisión provincial de Ourense.

Condenado a morir en el garrote vil

La vista por este asesinato se celebraría en la Audiencia Provincial de Ourense en los meses finales del año 1946. José Cadavid reconoció ser el autor del crimen, así como de los problemas personales que le afectaban, entre ellos el alcoholismo crónico que padecía desde hacía algún tiempo. Si en algún juicio no se tuvo piedad con un convicto de asesinato fue en este caso. Desde el primer instante, el fiscal sostuvo la petición de pena capital para el reo, además de una cuantiosa indemnización para los herederos de la víctima.

A la semana siguiente se conoció el veredicto de la justicia, que condenaba a José Cadavid Pazos a morir en el garrote vil, macabro instrumento que infringía un severo tormento en muchas ocasiones a los condenados. No se tuvieron en cuenta las alegaciones de su defensa, tales como los padecimientos y privaciones que sufría el reo que le obligaban a mendigar y a sisar aquello que estaba a su alcance. La sentencia provocaría una consternación tan grande como el propio crimen en sí, dadas las terribles circunstancias en las que se desenvolvía la vida de alguien que no dejaba de ser un pobre hombre del que la vida se había burlado de la forma más malévola.

Conocido el fallo que condenaba duramente a José Cadavid, su abogado apeló al Tribunal Supremo, alegando las dramáticas condiciones en que vivía su patrocinado. No obstante, el alto tribunal no se apiado de aquel reo al que condenó irremisiblemente a morir en el cadalso. La última bala que le quedaba a la defensa era la gracia de la benevolencia del Jefe del Estado, el general Franco. También este último se mostraría inflexible y el Consejo de Ministros rechazó cualquier posibilidad de conmutar la pena capital al autor de la muerte de Luisa Pazos.

Tras haber pasado un calvario de más de dos años esperando a la piedad de las altas instancias, José Cadavid moriría en el garrote vil el 15 de diciembre de 1948 a manos del verdugo Florencio Fuentes Estébanez. Este último, víctima de numerosos remordimientos, al tiempo que sufría el vilipendio y desprecio de sus familiares y conocidos, terminaría abandonando la profesión. Luego de mendigar varios años, y condenado a vivir en la más absoluta marginalidad, terminaría suicidándose en el año 1970.

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