Cuatro muertos y siete heridos al despeñarse un autobús en Pontevedra

 

Autobus siniestrado en La Rioja

En la década de los años ochenta del pasado siglo muchas cosas estaban cambiando en Galicia. Algunas de una manera poco menos que repentina. Daba la sensación, como así era, de que los gallegos habían dejado de resignarse como lo habían hecho sus ancestros, aunque todavía seguían siendo muchos los que todavía cogían las maletas con rumbo a algún país europeo o a una próspera ciudad española. También crecían las grandes urbes gallegas. Por fin, las dos grandes ciudades gallegas de interior, Lugo y Ourense, amén de su capital, Santiago de Compostela, habían iniciado un progresivo despegue que les llevaría a sacudirse del eterno tópico que las consideraba dos aldeas grandes, en alusión a la pequeña patria de la mayor parte de los oriundos de Galicia.

Pese a todo, los gallegos continuaban careciendo de infraestructuras viarias en condiciones. Estaba dando sus últimos pasos el tradicional carro del país, tirado por una yunta de vacas o bueyes. Si bien es cierto que esta decadencia de aquel tradicional carruaje no se haría de forma repentina, dando paso al tractor, sino que le sustituiría un comercial e industrial remolque de acero y aluminio, provisto de sus respectivas ruedas con neumáticos, que tendría una vida poco menos que efímera, ya que al abandono del mundo rural, se sumaba una incesante y progresiva mecanización de este último que concluiría con varios siglos de la historia más íntima de una tierra que jamás renunció a a ser ella misma.

En aquellos años se hablaba de muchas cosas. Se había reavivado el debate sobre la conveniencia de un Estatuto de Autonomía, que sería refrendado el 21 de diciembre de 1980, en un referéndum que pasaría a la historia por ser la cita con las urnas menos concurrida de la historia de España. Apenas 20 de cada cien gallegos acudieron a la llamada de una fecha que se presumía iba a ser histórica, pero que nada dice en la actualidad en el calendario gallego.

Entre las grandes novedades de la época, se encontraba la aparición de grandes líneas regulares de autobuses que unían a Galicia con otros puntos del Estado, principalmente su capital, Madrid y también Barcelona y el norte peninsular. Todo ello parecía pintar muy bien, pero sin embargo tenía su dramático contrapunto en el ferrocarril, que había sido abandonado a su suerte y que parecía haberse quedado anclado cien años atrás, una factura que se sigue pagando en la actualidad.

Fruto de esas concesiones administrativas, una de las empresas más favorecidas fue la asturiana ALSA, que copaba una gran parte de las rutas que unían el noroeste ibérico con el resto de la Península, actuando poco menos que si fuese un monopolio. Un autobús de esa conocida línea de transporte de viajeros sufriría un espectacular accidente muy cerca de la villa pontevedresa de Lalín en la jornada del 22 de marzo de 1980. A consecuencia del mismo fallecerían cuatro personas, entre ellas una niña de cinco años y los dos conductores del autocar siniestrado.

Avería

Las causas del accidente que les costó la vida a las cuatro personas y heridas de diversa consideración nunca estuvieron del todo claras. El autobús se precipitó por un desnivel de 26 metros de altura, en un área barrancosa de la comarca del Deza, conocida como Pozo Negro,  apelativo que se había ido ganando a lo largo de los años por el sinnúmero de accidentes que allí se habían registrado. El mismo se encuentra en la antigua carretera que une Santiago de Compostela y Ourense.

A lo largo de varias decenas de metros se podían contemplar en el asfalto las marcas de las frenadas del autocar antes de precipitarse por el barranco, lo que da muestras que el conductor intentó, sin éxito, evitar el grave percance. Este hecho, unido a la moderada velocidad a la que iba el vehículo, sugirió que el autobús siniestrado pudiese haber sufrido alguna avería de tipo mecánico, antes de producirse el siniestro, siendo su principal causa. En aquellos momentos no se podía achacar el suceso al firme de la calzada, ya que se encontraba en perfecto estado, puesto que había sido asfaltado hacía muy poco tiempo.

En el autocar, que cubría el trayecto entre la localidad gallega de Tui y la fronteriza de Irún, viajaban alrededor de una veintena de personas, siete de las cuales sufrieron heridas de diversa consideración, siendo oportunamente trasladados a distintos centros sanitarios de la provincia de Pontevedra. Como se señalaba, cuatro de ellas perderían la vida. Dos de los fallecidos eran los conductores del autocar, Manuel López Díaz y Crisanto Fernández. De la misma forma también fallecería la viajera Carmen Varela Teijeiro y su hija, una niña de tan solo cinco años de edad.

La oportunidad de esta línea regular de viajeros que unía Irún y Tui, ambas localidades fronterizas de Francia y Portugal respectivamente, obedecía, en parte, a la gran cantidad de ciudadanos lusos que se trasladaban allende los Pirineos. Por fin, parecía ponerse fin al trágico trasiego de inmigrantes portugueses que viajaban de forma irregular y en unas condiciones infrahumanas a lo largo de décadas en camiones de ganado y otras pésimas circunstancias que dejarían sus buenos dividendos a algún que otro ávido empresario, carente de cualquier escrúpulo, que tampoco tenía rubor en abandonarlos en el sitio menos pensado, indicándoles, falsamente, que ya se encontraban en territorio francés, aunque todavía faltasen centenares de kilómetros. Algo se había progresado también en este sentido.

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Tres muertos en un motín en el carnaval de Vigo en 1903

A comienzos del siglo XX la ciudad de Vigo estaba comenzando su expansión como gran urbe, aunque todavía estaba muy lejos de convertirse en la primera metrópoli gallega. Apenas tenía un censo de unos 20.000 habitantes, muy similar al que entonces contaban otras dos ciudades gallegas, Ourense y Lugo respectivamente. Sin embargo, gracias a la magnitud de su puerto, principal referente en el tráfico que se dirigía a tierras americanas, se estaban generando las circunstancias propicias para el crecimiento demográfico más vertiginoso, no solo España, sino también de toda Europa. La ciudad prometía y lo que no dejaba de ser un pueblo grande hace 120 años terminaría por convertirse en la primera urbe gallega de la actualidad.

Por aquel entonces se acercaban ya a la ciudad olívica gentes de toda Galicia, bien porque se trasladaban allende los mares u otras causas. Las fechas festivas eran un constante trasiego de personas, principalmente de localidades vecinas que se acercaban a disfrutar de los distintos eventos que tenían lugar en la urbe viguesa. Una época en el que ese constante deambular de almas era mucho más constante eran los días de Entroido, en el que eran ya miles las personas que se citaban en el centro histórico de Vigo. Esta festividad, que siempre ha gozado de una gran concurrencia, sería recordado en el año 1903 por un trágico motín que acabaría costando la vida de tres personas, a raíz de un incidente en el que se vio inmerso el jefe de la policía local viguesa, Prudencio Contreras, que no hacía en modo alguno honor a su nombre, ya que hacía escasos meses había sido cesado de su puesto por el gobernador civil, aunque sería restituido en su cargo por el nuevo alcalde vigués, su tocayo Prudencio Nanín.

Incidente con una persona disfrazada

Los desgraciados acontecimientos tuvieron lugar en la jornada del día central de las celebraciones festivas de carnaval, el 24 de febrero de 1903. Al parecer, los hechos se iniciaron a raíz de un incidente protagonizado por un miembro de la policía local que se enfrentó, desconociéndose el motivo, con una persona que iba disfrazada en la céntrica rúa viguesa del Príncipe. Un grupo de viandantes acechó al agente y se puso del lado del hombre que gozaba del carnaval, provocándose una inusual trifulca. Al tener conocimiento de los mismos, se desplazó al lugar el máximo responsable de la policía local de la época, un hombre que sacaba su sable con una facilidad pasmosa. Con el mismo provocaría graves heridas a varias personas que se habían concentrado en el lugar.

La actitud de Prudencio Contreras generaría que el incidente se multiplicase, viéndose implicados un mayor número de viandantes de los que en un principio se habían dado cita en el alboroto inicial, hasta el extremo que la grave provocación del responsable de los guardias vigueses les obligaría a estos últimos a refugiarse en sus dependencias de la casa consistorial. Al parecer, estos habían sido acechados a consecuencia de la actitud arrogante y prepotente de su jefe, quien les había ordenado de desenvainar sus sables y utilizarlos contra quienes los rodeaban.

Aquel incidente era tan solo el principio de lo que se iba a convertir en el carnaval más trágico de la historia de la ciudad olívica, ya que al tener conocimiento de lo que ocurría con los agentes municipales, recurrieron en su ayuda sus colegas de la Benemérita, quienes provistos de sus respectivos fusiles efectuarían varias descargas contra los amotinados, provocando la muerte de dos personas, entre ellos un niño, de 12 a 14 años, de nombre Cosme Martínez, que se encontraba vendiendo confeti en la zona aledaña a la plaza de la Constitución viguesa. Pero, por desgracia, no sería la única víctima de aquella aciaga tarde de Entroido, ya que también fallecería a consecuencia de los disparos un vecino de Gondomar, Rogelio Rey, quien disfrutaba de aquellas jornadas festivas. La tercera víctima fue José Lorenzo Iglesias, que fallecería a consecuencia de los sablazos recibidos por parte de la policía local. Además, según se desprende de las crónicas de la época, el capitán que estaba al mando de los guardias civiles en ningún momento ordenó disparar contra los allí congregados. A todo ello se añade que, al parecer, no efectuaron los tres disparos reglamentarios de advertencia. Al parecer, quien abrió el fuego fue un agente de la Guardia Civil al que secundarían sus compañeros.

Huelga general

El desgraciado acontecimiento provocaría la lógica rabia, frustración, indignación y consternación en la ciudad que veía como lo que prometía ser un día de fiesta se teñiría de luto. Todos los sectores se pusieron de acuerdo al unísono, incluida la primera institución viguesa, para condenar de forma unánime aquellos sangrientos acontecimientos que se reflejaban en prácticamente todos los periódicos españoles de la época. A raíz de los mismos, se suspenderían las fiestas de carnaval, entre ellos algunos bailes de piñata que estaban programados para el sábado siguiente. De la misma forma, fueron muchas las manifestaciones de solidaridad procedentes de diferentes puntos de la geografía española que recibieron las víctimas. La corporación local, además de condenar el sangriento suceso, abrió una suscripción popular para contribuir a paliar en la medida de lo posible la trágica desgracia. Además, el alcalde destituiría de su cargo a Prudencio Contreras. Si esto no fuera poco, Prudencio Nanín, titular de la alcaldía viguesa, dimitiría de su cargo, consciente de que se había equivocado gravemente al reponer en su puesto a su tocayo.

El 28 de febrero de 1903 Vigo, una ciudad que muchos años más tarde destacaría por su elevada conflictividad social debido al elevado número de trabajadores que se dan cita en su sector industrial, viviría su primera jornada de huelga general. En aquella jornada se pararía toda su actividad, que ya no era poca en aquel entonces. De la misma forma, los primeros grupos de la oposición de aquel tiempo aprovecharon el trágico incidente para hacer resonar sus primeros ecos, siendo este muy aludido en los distintos mítines y foros que se convocaban.

El hecho más significativo en la jornada de protesta por el «Martes sangriento de Carnaval», tal y como sería conocido históricamente, fue la gran manifestación que se desarrolló por las principales vías de la ciudad, con personas llegadas de otros puntos de la geografía gallega y también española. Algunos periódicos de la época reflejarían en sus páginas la «extraordinaria lección de ciudadanía» ofrecida por los vigueses, que condenaban así de forma unánime unos tristes sucesos que tan solo habían obedecido a la arrogancia de un energúmeno que, en medida alguna, estaba capacitado para mantener el orden de una ciudad que, con el devenir de los años, terminaría por convertirse en la principal urbe gallega.

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17 muertos en el hundimiento del «Centoleira»

El mundo de la mar ha generado históricamente una gran riqueza en Galicia, amén de un sinfín de ritos y creencias que han hecho del mismo un singular e histórico fenómeno que, además de todo ello, hace que goce incluso de su propia jerga. Los pueblos y villas costeras gallegas han estado siempre muy estrechamente unidas al ámbito marinero en general y al de la pesca en particular. Incluso, quienes son ajenos al trabajo en el mar, se sienten profundamente vinculados al mismo por una especie de aura marina que parece abarcarlo todo.

Sin embargo alrededor de todas esas vivencias, que muy bien podrían constituir un mundo aparte, van también íntimamente unidas las tragedias y las desgracias, que, a lo largo de la historia, han arrebatado muchas vidas humanas que se entregaron hasta el último aliento a ese mágico mundo en el que habían nacido, crecido, trabajado y hasta fallecido, como si de una macabra alegoría se tratase. En las costas gallegas se produjeron infinidad de naufragios y embarrancamientos de barcos y buques, llegando a ser denominada en uno de sus tramos como «A Costa da morte».

Pero no fue tan solo la costa occidental coruñesa el escenario de distintas tragedias, también en la zona sur del litoral gallego se produjeron algunas desgracias que han marcado profundamente a sus habitantes. Una de las más significativas en el siglo XX fue, sin lugar a dudas, el hundimiento de la embarcación «Centoleira» al amanecer del día de Reyes del año 1964 en la ría de Vigo. El pesquero llevaba navegando apenas una milla cuando fue embestido por el «Puente de San Andrés», a muy escasa distancia del Berbés y frente a la boya del Espigón de Bouzas.

Cinco marineros salvados

A consecuencia del abordaje del sardinero «Centoleira», que era de la villa de Moaña, en la Península del Morrazo, fallecería gran parte de su tripulación. Un total de 17 marineros perderían la vida en este trágico siniestro, salvando la vida solamente cinco de los 21 tripulantes que iban a bordo del pesquero hundido. El desgraciado accidente carecía de explicaciones técnicas, ya que el mar se encontraba encontraba en calma y se aventuraba una jornada más que serena y tranquila en el mar. La consecuencia del mismo fue achacada a la «falta de cuidado y vigilancia en la ría», por lo que el siniestro pudo haber sido causa de una descoordinación del tráfico marítimo.

En un primer momento, los hombres del pesquero abordado fueron socorridos por personal del buque que había colisionado contra ellos. También se dirigió al lugar del siniestro el «Massó 18», que en esos momentos salía para alta mar y se encontraba a muy escasa distancia de donde se había producido el desgraciado suceso. A consecuencia de este abordaje también quedaría inutilizado el «Puente de San Andrés», ya que se le enredaría en la hélice el aparejo de pesca del «Centoleira», por lo que tuvo que ser remolcado hasta el Puerto de Vigo.

Para efectuar las labores de rescate de los cuerpos de los fallecidos, en un primer momento intentaron introducirse dentro del barco hundido equipos de hombres-rana, quienes solo podrían recuperar tres cadáveres debido a que les era imposible penetrar dentro de la estructura del pecio, ya que las botellas de oxígeno que transportaban en sus lomos les impedían acceder al interior por la escotilla. Horas más tarde decidieron reflotar el barco llevándolo hasta Bouzas, donde se recuperarían nueve cuerpos más. Los restantes fallecidos aparecerían en días sucesivos flotando sobre aguas de la ría de Vigo.

Esta tragedia provocaría una extraordinaria consternación en el mundo marino, pero de forma muy especial en la Península del Morrazo, de donde eran la práctica totalidad de los tripulantes fallecidos. Además, todavía estaban muy presentes en la mente de sus habitantes otros dos desgraciados sucesos acontecidos hacía muy poco tiempo, siendo la más significativa la del «Ave de Mar» en la que habían perdido la vida 30 hombres en el día de San Martín de 1956, el patrono de la localidad de Moaña y más recientemente, en aquel entonces, el «Nuevo Viví».

Este infortunio, por el que se declararían varios días de luto en las localidades marineras de la Península del Morrazo, hacía también que muchos niños de la zona viviesen con tremenda amargura la fiesta del Reyes de 1964, día en el que se produjo el trágico siniestro, olvidándose de los juguetes, los regalos y la ilusión que para ellos representaba la fecha que debía ser la más mágica del año, que para ellos acabaría tornándose en un muy triste y amargo recuerdo.

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Carnavales sangrientos en Vigo

Fiestas de Carnaval

El año 1994 quizás haya pasado a la historia por ser el más sangriento de la historia reciente de la ciudad de Vigo, convertida ya por aquel entonces en la urbe más grande de Galicia y en la que residían alrededor de 300.000 almas. A todo ello se unía la explosión demográfica de la Península del Morrazo, muy próxima a la ciudad olívica, que ya superaba los 100.000 habitantes y otros que se encontraban en zonas aledañas, tal como es el caso de Ponteareas, Mos, O Porriño y Redondela que estaban experimentando un más que notable crecimiento en plena década de los noventa.

Todo ello fue el caldo de cultivo perfecto para que en sus largas noches de marcha, en la que se reunían millares de jóvenes de todo la contorna de las Rías Bajas, se diesen cita todo tipo de personas, muy especialmente en fechas que están señaladas en el calendario como muy festivas, tal es el caso de las Navidades y los Carnavales. Fue precisamente en el transcurso de esta celebración cuando se produjeron dos horribles crímenes que consternarían de sobremanera a toda Galicia, quien todavía no se había recuperado de la fatal matanza de Nigrán, acontecida apenas quince días antes.

En la madrugada del martes de Entroido, 15 de febrero de 1994, morirían dos jóvenes en circunstancias muy confusas y que le llevaría su tiempo aclarar a los investigadores. En un callejón próximo al número 21 de la calle San Francisco fue hallado el cadáver del mozo Ramón Villar Gabín, de 33 años de edad, que presentaba varias heridas de bala en la cabeza. El fallecido era un viejo conocido de la policía pues había sido detenido en diversas ocasiones por atraco y se le relacionaba con el tráfico de drogas.

Discusión

Al parecer, según el relato del último testigo que lo vio con vida, Ramón Villar y este último habían mantenido una acalorada discusión alrededor de las diez de la noche del lunes, circunstancia esta que molestaría de sobremanera a los inquilinos de uno de los edificios próximos al lugar donde estaban manteniendo en enfrentamiento. Uno de los vecinos de un inmueble probablemente habría bajado con un arma en la mano y, sin mediar palabra, habría disparado contra su víctima, huyendo posteriormente del lugar de autos. De la misma forma, este testigo también abandonaría el sitio en el que estaba la víctima tendida para buscar a un amigo de ambos que se encontraba en un bar de copas de la zona. Sorprendentemente, cuando se dirigían al lugar en el que supuestamente se encontraba el cadáver de Villar Gabín, su cuerpo ya no estaba allí, por lo que decidieron poner el hecho en conocimiento de la Policía.

Más tarde, los agentes en compañía de los dos jóvenes encontrarían el cuerpo de Ramón Villar en las inmediaciones del callejón de San Francisco. Sin embargo, según la versión de los miembros del cuerpo policial y también de algunos vecinos de la zona, los disparos se habrían producido en torno a las cuatro y media de la madrugada del martes, tras haber tenido lugar un altercado proseguido de una reyerta. La policía practicaría diversas detenciones en jornadas sucesivas de personas que se encontraban relacionadas a los bajos fondos y al trapicheo de drogas de la ciudad olívica.

Seis puñaladas

Pero no sería Ramón Villar la única víctima mortal en aquella madrugada de martes de carnaval en Vigo. Otro joven de 21 años, Victor Manuel Visval Bugarín perecería tras recibir seis puñaladas en un barrio de la zona vieja. Al parecer, este último había salido disfrazado a disfrutar de la noche viguesa, cuando cayó mortalmente herido en las inmediaciones de la Cruz Roja. Allí, una enfermera salió del dispensario con la intención de atender al herido, pero ante la gravedad que presentaban las múltiples heridas fue trasladado inmediatamente al Hospital Xeral Illas Cíes de la ciudad olívica en el que fallecería.

La sangre no cejaría de correr en aquella trágica madrugada viguesa, ya que en la calle Eduardo Chao, un joven conocido como «O fillo do cego» agrediría con un arma blanca a otro hombre de 37 años, propinándole un total de siete puñaladas e ingresando en estado muy grave en la residencia sanitaria de la ciudad.

El capítulo de sucesos de aquella desgraciada noche lo cerraría otro muchacho que también fue acuchillado en la misma madrugada, recibiendo un total de cuatro puñaladas de las que fue atendido en el mismo centro sanitario que los anteriores, si bien es cierto que este último sería dado de alta pocas horas después de su ingreso hospitalario.

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25 muertos por un rayo en una iglesia de Allariz (Ourense)

Publicación de la época dando cuenta del trágico suceso

Acercarse a la Galicia de comienzos del siglo XX es como viajar a un mundo completamente distinto al actual. No se trata de la Edad Media ni mucho menos, pero si era una época bastante turbia en la que imperaban de plano las sotanas y los viejos caciques de medio pelo que imponían su ancestral e inexorable autoridad por donde quiera que asomasen. No había nada que se les resistiera. Y si lo hacía enseguida se derrumbaba. Ni que decir tiene que Galicia era un territorio mucho más que pobre. Quizás, con lo de paupérrimo nos quedásemos cortos, pese a que era una tierra fértil y que atesoraba ciertas riquezas pero que, con el sempiterno dominio del viejo y anquilosado clero unido al no menos eterno de los caciques, obligaban a muchos gallegos a huir de la tierra que los había visto nacer con destino a América, que era el lugar al que emigraban centenares de miles de gallegos a la vista que aquella tierra, a la que le negaban el progreso que ya dejaba sus primeras huellas en Cataluña y el País Vasco, no les prometía un futuro halagüeño ni nada que se le pareciese.

Una prueba del poder eclesial en aquel entonces lo pone de relieve el overbooking de sacerdotes existentes, cada uno de los cuales administraba con mano de hierro su parroquia a la que los feligreses debían de sostener obligatoriamente con grandes aportaciones, principalmente de productos agrícolas, sin protestar ni un ápice ante el temor que el correspondiente reverendo emitiese una pena de excomunión. Que la gente de pueblos y aldeas no tuviese que comer no importaba. Lo verdaderamente importante era mantener al clero y al cacicato de turno.

Los funerales, popularmente conocidos como cabodanos, eran una ocasión muy especial por la solemnidad que revestían, para demostrar el poder eclesiástico. En ellos, además de numerosos fieles, se daban cita también un importante número de sacerdotes de distintas parroquias que concelebraban las muchas funciones religiosas que en aquella época tenían lugar. Fue precisamente en una celebración de estas características en las que se produjo una de las mayores tragedias de la historia de Galicia, quizás la más grande en cuanto a la cifra de muertos se refiere en la etapa anterior a la Guerra Civil.

En la mañana del 24 de junio de 1902, en el transcurso de un entierro por un joven vecino de Allariz, una descarga eléctrica procedente de un rayo a consecuencia de una tormenta acabaría súbitamente con la vida de 25 personas y dejaría malheridas a otras tantas en la iglesia de San Salvador de Piñeiro, en el municipio orensano de Allariz, un hecho que coparía las primeras páginas de los escasos medios de comunicación de la época, todos ellos impresos, haciéndose eco del suceso incluso algunos medios extranjeros dada la gran magnitud y expectación que terminaría provocando.

Por el tejado

Al parecer, y aunque hay algunos investigadores que aún discrepan en torno a como se produjo la descarga, todo hace indicar que el rayo penetró en el interior del templo por el tejado, introduciéndose por la sacristía, afectando indistintamente a varios sectores de los fieles que en esos momentos se encontraban dentro, aunque fue precisamente la parte de atrás la más perjudicada. El sacristán encargado del recinto religioso había cerrado la puerta de acceso al mismo con la finalidad de evitar posibles remolinos de aire.

La prensa de la época comenta que cuando se encontraban ya en el segundo salmo los seis sacerdotes concelebrantes y los feligreses congregados escucharon una potente y atronadora deflagración que los dejaría estupefactos por el estruendo del impacto del rayo contra la techumbre del sacro lugar en que se hallaban congregados. En un primer instante parece ser que nadie se movió. Se quedaron prácticamente inertes, aunque en ese estado habían quedado muchos de los fieles que se congregaban para rendir el último adiós a un joven de 34 años.

Una vez sufrido el terrible golpe, o en este caso el calambre, la angustia y la desolación, unidas a la lógica confusión, se apoderarían de quienes habían sobrevivido a tan fatal desgracia. Comenta también la prensa que los gritos de los presentes se oyeron a mucha distancia. Sin saber que hacer, al encontrarse en unas instalaciones religiosas, los sacerdotes administrarían los últimos auxilios espirituales a quienes se encontraban en grave estado físico. Se dice también que uno de los presentes perdió la cordura al contemplar el dantesco espectáculo de presenciar tantos cadáveres arremolinados en distintos puntos de la iglesia. Es de suponer que la persona en cuestión fuese presa de un ataque de ansiedad o de nervios.

Cuerpos inexpresivos

La muerte les sobrevino a la mayoría de las víctimas como consecuencia de la descarga, aunque muchos de ellos presentaban gravísimas quemaduras tanto en el vientre como en el estómago, donde, al parecer, se les podían apreciar la destrucción de algunos tejidos humanos por carbonización. De la misma forma también llama poderosamente la atención la descripción que de los cadáveres hace la prensa de la época, de los que dice que muchos de ellos presentaban rostros inexpresivos, que había quedado yacentes como petrificados sobre la iglesia. Entre ellos menciona al peón caminero Fortunato de la Iglesia, quien se quedó a medio camino hasta alcanzar la puerta del templo sin conseguirlo. Lo mismo dice de una joven que se hallaba en el altar mayor, de la que resalta su melena rubia, que parecía que se encontrase durmiendo.

Momentos después de la tragedia los fallecidos fueron trasladados al exterior del santuario, concretamente al atrio parroquial en el que fueron tendidos en lo que provisionalmente se había convertido en una impresionante morgue. Esta foto, en la que se ve a los fallecidos con sus ropas quemadas a consecuencia de la descarga eléctrica, se haría muy célebre en aquel entonces, dando la vuelta al mundo.

La consternación y el dolor se apoderarían de Allariz y de toda la provincia orensana en aquel año 1902. Una información de la época apuntaba a que el barrio de Outeiro se había quedado sin habitantes, pues los trece vecinos residentes en el mismo habían perecido en aquel aterrador suceso. No faltarían, además, las pruebas de solidaridad, siendo muchos los emigrantes gallegos que harían aportaciones a las muchas familias damnificadas, algunas de las cuales había perdido a su progenitor dejando huérfanos a proles que en muchos casos se acercaban a las diez personas y que tan comunes eran en aquellos primeros años del siglo XX.

Una personalidad que se desplazaría hasta el lugar del luctuoso acontecimiento fue el entonces obispo de Ourense Pascual Carrascosa y Gabaldón, quien había abandonado su residencia veraniega para intentar dar un mínimo de consuelo y ánimo a las muchas familias que se habían visto privadas de muchos de sus seres más entrañables. En este sentido cabe destacar que la Iglesia Católica aportaría nada más y nada menos que 3.000 pesetas de la época, lo que viene a dar una idea no solo de su poder terrenal sino también de su inmenso poderío económico, máxime en una época en la que el dinero era un bien muy escaso. Algunos salarios mensuales, los que mejor retribuían a los trabajadores, se situaban entre las 25 y las 40 pesetas mensuales. Las mujeres no superaban las 15 pesetas al mes.

Debido a la magnitud del suceso y al mal recuerdo que dejaría entre el vecindario del municipio, la iglesia de San Salvador se iría desmontando piedra a piedra, hasta integrarla en el nuevo tempo. De hecho, del anterior edificio religioso solamente se conserva una de las antiguas puertas que se fue integrando en el nuevo templo de San Pedro. Una cruz, erigida en memoria de los fallecidos, se levanta desde hace más de un siglo en el lugar donde se encontraba la antigua edificación religiosa.

El grave y trágico suceso de Allariz, uno de los más espeluznantes y terribles del siglo XX en Galicia, pronto caería en el baúl de los recuerdos, como suele suceder con casi todas las tragedias. Solamente les quedaba el consuelo de haber fallecido en territorio sagrado, que en aquel entonces era una ventura para los más desfavorecidos, pero que no daba de comer. Y era solo eso, un desconocido y tétrico consuelo en una situación mucho más que desoladora.

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Asesina al amante de su esposa en Santiago de Compostela

La Transición democrática, con sus idas y venidas, fue sin lugar a dudas muy pacífica y ejemplar, principalmente en Galicia. En aquel año 1977, el primero de la democracia, se sucedían las manifestaciones a lo largo y ancho del país gallegos reclamando un estatuto de autonomía, que había sido abruptamente interrumpido a consecuencia de la Guerra Civil. Pese a que todavía era un territorio eminentemente rural, había una juventud que tomaba a tomar conciencia de país y que ya no quería tener un pasado tan turbio como el que habían sufrido sus ancestros, emigrando en un primer momento a América y, muy recientemente en aquel entonces, a los países de la pujante Europa.

Pese a existir un cierto grado de desarrollo humano del que se había carecido en el pasado, Galicia sigue siendo una tierra infelizmente atrasada. Se transitaba por los mismos caminos y corredoiras que había un siglo. Solamente existía un tramo de autovía, que era la conocido como «Autopista del Atlántico», que se localizaba en las Rías Baixas. El resto del territorio seguía transitando por aquellos interminables y pedregosos caminos que parecían condenar eternamente sobre su peregrinar al tradicional carro del país tirado por una yunta de vacas que, junto a aquellas entrañables mujeres que ataban un pano a su cabeza, continuaba siendo el icono de un país que se resistía a progresar.

Aunque era un territorio eminentemente conservador tanto en el fondo como en las formas, a veces sucedían algunos episodios que en nada se correspondían con esa forma de ser. O, mejor dicho, si se correspondían eran duramente censuradas cuando no reprimidas. Así le sucedería a un taxista compostelano, Manuel Galán Durán, de 50 años, que sería víctima de lo que entonces se denominaba «crimen pasional» al ser asesinado por Justo López Méndez, un antiguo miembro de la Legión, en la tarde del 24 de octubre de 1977, cuando se encontraba haciendo labores de carpintería en los bajos de una vivienda de su propiedad en el área rural compostelano, momento en el que fue sorprendido por su agresor.

Con una garlopa

Entre el vecindario y amigos de Justo López era casi un clamor que su esposa, Rosa Prado, mantenía relaciones con un conocido taxista compostelano. La mujer, de 36 años, era 30 años más joven que su marido, quien ya contaba con 66 en el momento de producirse el trágico suceso. Se habían casado hacía unos 20 años por aquel entonces, cuando la mujer era todavía una adolescente, en tanto que su marido era ya un hombre de una cierta edad. El matrimonio tenía dos hijos. La paternidad de uno de sus vástagos era atribuida a Manuel Galán, el taxista con quien supuestamente mantenía unas indiscretas relaciones Rosa Prado.

El agresor, que era de suponer que fuese un hombre fornido por su pasado en el temeroso cuerpo de la Legión, conocía de forma pormenorizada todos los detalles de la vida de su víctima. Un buen día, por la tarde, se dirigió al lugar en el que se encontraba trabajando el taxista, sorprendiéndolo de forma traicionera sin que su víctima pudiese defenderse del inesperado ataque utilizando para ello una garlopa que el taxista tenía en su bajo, con la cual golpearía a Manuel en la cabeza, dejándole momentáneamente sin sentido. Además, Justo López se había provisto a su vez de un cuchillo de monte de grandes dimensiones, con el que le asestaría tres certeras puñaladas que serían suficientes para terminar con la vida del presunto amante de su esposa.

Ante el barullo que se había montado y que alertó al vecindario, los residentes en las viviendas próximas se presentaron en el local que disponía el taxista para hacer algunos trabajos manuales. Al percatarse del trágico suceso que había acontecido, llamaron a las asistencias sanitarias para que socorriesen a ambos hombres, pues el antiguo legionario también presentaba algunas heridas. Sin embargo, nada pudieron hacer los sanitarios por salvar la vida de Manuel Galán, quien ingresaría ya cadáver en el antiguo Hospital Xeral de Galicia, mientras que su agresor, que presentaba algunas heridas, fue atendido en el aludido centro hospitalario.

Condena

Unos meses más tarde se celebró el juicio por un crimen que había conmovido circunstancialmente a todo el área de Compostela. Al autor confeso del crimen, Justo López se le tuvieron en cuenta las atenuantes de enajenación mental transitoria incompleta, motivada por los celos que experimentaba hacia su víctima. Justo López sería condenado por homicidio a diez años de cárcel, así como a satisfacer una cuantiosa indemnización de algo más de un millón de pesetas a la esposa e hijos de Manuel Galán, quien, en el momento de producirse el trágico suceso que le costó la vida, se encontraba casado y mantenía una relación paralela a la que mantenía con la mujer del antiguo legionario.

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Tragedia de un autocar lucense en el este de Francia

Accidente de un autocar

En el año 1991 todavía vivía cierto sector de la sociedad gallega con la resaca de la llegada a la presidencia de la Xunta de Galicia de Manuel Fraga Iribarne, quien, con el paso de los años se terminaría convirtiendo en el gran icono del país gallego de final del milenio. Aquel territorio, que el presidente gallego había abandonado cuando era apenas un chaval, ya no guardaba similitud alguna con el que él mismo había conocido en su más tierna juventud, pese a que todavía quedaban algunas reminiscencias históricas.

Los gallegos habían jubilado, prácticamente de forma definitiva, al tradicional carro del país, que ahora servía como elemento decorativo a la puerta de viviendas, chalés y algunos parques públicos como una añorada pieza de museo de un tiempo que, sino fue mejor, cuando menos parecía más humano y mucho más divertido. En aquellos primeros noventa Fraga Iribarne hubo de hacer frente a algunas contrariedades derivadas de la situación en la que se vivía en el territorio que presidía, haciendo, a veces, casi la función de un virrey.

El primer año de su mandato se encontró con la fiereza de los incendios forestales, cuya lucha casi había convertido en el estandarte principal de su credo político, pese a lo cual aquel año ardieron varios millares de hectáreas devoradas por un fuego destructor y arrasador que parecía no tener fin. Hubo de enfrentarse también a la amenaza terrorista, que tomaba forma en un grupo que se autodenominaba Exército Guerrilheiro do Pobo Galego Ceibe, quien, en 1988, había volado la residencia estival del mismísimo Fraga Iribarne.

No hubo tiempo de tregua. A la contrariedad que suponía el fuego forestal, se sumaba en el verano de 1991, concretamente en la madrugada del 4 de julio de ese mismo año, un terrible accidente de tráfico, ocurrido lejos de tierras gallegas, pero en el que se había visto involucrado un autocar que había partido de Galicia con una excursión de un grupo de alumnos pertenecientes a la Escuela de Artes Aplicadas Ramón Falcón de la ciudad de Lugo. Y es que cuando los siniestros se producen fuera parece que pillan a la gente un tanto desangelada y se genera una preocupación, no exenta de esa tensión y culpabilidad que, en otras circunstancias, suele atenuarse con la ayuda de quienes están más próximos.

Autocar arrollado

En aquella fatídica madrugada un numeroso grupo de estudiantes del centro de artesanía lucense regresaba de una excursión que habían organizado a tierras alemanas con motivo del fin de curso. Muchos de los que viajaban, al encontrarse ya en plena madrugada, iban durmiendo, lo que unido a la oscuridad de la noche impidió la inmediata reacción.

Las causas del siniestro, que se produjo en la localidad francesa de Beçanson, en el este del país galo, nunca estuvieron del todo claras, aunque se supone que el vehículo sufrió un reventón en una de sus ruedas lo que le provocaría que se quedase atravesado en la carretera. Un camión que venía en la misma dirección no tuvo tiempo a esquivarlo y arrollaría al autobús, perteneciente a la empresa Monforte, provocando la muerte de tres de sus ocupantes, entre ellos su conductor Alberto Balboa Díaz.

Inmediatamente las asistencias del país vecino se desplazaron al lugar del suceso con la finalidad de socorrer a todas las víctimas, siendo inmediatamente trasladadas a distintos centros sanitarios de las proximidades. Además del conductor, perecerían en el autocar siniestrado dos alumnas del centro que se encargaba de organizar la excursión. Se trataba de Luisa Fernández y María Dolores Martínez Fuster.

15 heridos

Como consecuencia del trágico accidente, resultarían heridas otras quince personas, todos ellos jóvenes con edades comprendidas entre los 18 y los 28 años. Para poder conocer la evolución de los heridos se organizarían vuelos entre Santiago de Compostela y la localidad suiza de Zürich, que era la más próxima al lugar del siniestro que poseía aeropuerto. Hasta Beçanson se desplazarían, además de los familiares de las víctimas, algunas autoridades del Gobierno gallego y representantes del Gobierno Civil de la provincia de Lugo.

Algunos de los heridos, debido a que presentaban una evolución favorable, fueron trasladados a centros sanitarios gallegos para proseguir con su recuperación. Además, como en otras ocasiones, el accidente trastocaría muchos planes familiares y crearía la lógica preocupación, alarma y confusión de los familiares y amigos de los afectados, y más en estas circunstancias en las que el siniestro se había producido muy lejos de la tierra gallega.

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Tres muertos y 49 heridos en el atentado contra la discoteca «Clangor»

Estado en que quedó la famosa discoteca compostelana

A pesar de lo pacífico que es el pueblo gallego, Galicia no pudo librarse de la maraña terrorista, siendo escenario de distintos atentados que le costaron la vida a algunos agentes de las fuerzas de seguridad del estado, algún empresario y también perecieron algunos inocentes ciudadanos que lo único que hacían era disfrutar de sus ratos de ocio y tiempo libre.

Uno de los lugares en los que pretendieron hacerse notar algunos grupos terroristas a finales de la década de los ochenta y primeros años noventa del pasado siglo fue la capital gallega, quizás por la presencia en la ciudad de millares de jóvenes que cursaban sus estudios universitarios en la única minerva que existía en Galicia en aquel entonces. Así, surgiría un grupúsculo que llevaría a cabo algunas actividades de carácter violento contra unos objetivos muy concretos, a quienes ellos consideraban que estaban relacionados con el narcotráfico.

El atentado más significativo, tanto por el número de víctimas como por la destrucción que ocasionaría así como por la repercusión que tuvo, fue el que llevó a cabo el grupo autodenominado Exército Guerrilheiro do Pobo Galego Ceibe(EGPCG), en la noche del 11 de octubre de 1990 en la discoteca compostelana «Clangor» en el que perderían la vida tres personas, dos terroristas y una joven estudiante, además de resultar heridas cerca de medio centenar. El Exército Guerrilheiro, como era conocido, era una banda terrorista que se daría a conocer al hacer saltar por los aires el chalet que poseía en Perbes Manuel Fraga Iribarne, quien apenas unos años más tarde de la destrucción de su residencia estival se acabaría convirtiendo en Presidente de la Xunta de Galicia.

El ataque contra sus objetivos parecían estar muy bien definidos de antemano, pues se enmarcó dentro de una oleada terrorista que, según sus autores, se dirigía específicamente contra bienes de personas que presuntamente estaban relacionados con el narcotráfico, aunque en el caso de la discoteca compostelana jamás se pudiese demostrar relación alguna de sus propietarios con la distribución de droga.

«Noche de marcha»

La noche elegida para atentar contra la discoteca «Clangor» era la típica madrugada de marcha en la que la mayoría de los estudiantes salen de juerga, pues al día siguiente se terminan las clases y hay que disfrutar del último día de la semana. Además, en esta ocasión se había adelantado un día, ya que el viernes era festivo y llegaba un largo puente por lo que, en vez del jueves, la noche de marcha se adelantó a la jornada del miércoles.

No se podían imaginar los miles de estudiantes que se daban cita en el ensanche compostelano que aquella noche festiva, la primera del curso académico, terminaría en tragedia. Ni mucho menos podían ser conscientes las alrededor de 200 personas que en torno a las tres y cuarto de la madrugada se encontraban en las instalaciones de una discoteca de moda de la época, la famosa «Clangor». A esa hora los presentes en la conocida sala santiaguesa fueron testigos de una potente detonación que provocaría el pánico y el desconcierto entre los congregados en el recinto festivo.

El potente sonido del rock and roll fue silenciado por la explosión de un potente artefacto que destruiría el local de ocio nocturno. El son de la música daría paso a los gritos de auxilio y socorro, mientras el pavor y el miedo generalizados se apoderaban de los dos centenares de jóvenes que allí se congregaban, ante un hecho que para nada era habitual en tierras gallegas y que trastocaba cualquier plan ante lo que debía ser una madrugada de diversión, que ahora, de forma repentina, se tornaba en una brutal tragedia.

Tras producirse el potente estruendo que movilizaría a muchos compostelanos, de inmediato se acercaron hasta el lugar del trágico suceso las asistencias, así como los equipos de bomberos que se encontraron a la que había sido una discoteca muy frecuentada por los universitarios reconvertida en un impresionante amasijo de hierros que dejaba paso a la destrucción, la desolación y la desesperanza.

Un total de 46 personas debieron de ser atendidas en el antiguo Hospital Xeral de Galicia a consecuencia de heridas de diversa consideración. Muchas de ellas presentaban perforaciones y lesiones en el pabellón auditivo a consecuencia de la potente deflagración que habían tenido que soportar. Lo peor de todo es que, además de los heridos, otras tres habían perdido la vida. Inmediatamente se reconoció a una joven estudiante viguesa María Mercedes Domínguez, la única víctima mortal que no guardaba relación alguna con el grupo terrorista que, horas más tarde, revindicaría el mortal atentado que consternaría a toda Galicia.

Otra de las víctimas mortales que fue reconocida en las primeras horas fue José Ignacio Villar, quien era un conocido integrante del Exército Guerrilheiro, natural del municipio coruñés de Culleredo, muy próximo a la ciudad herculina. De la misma forma, también había perecido en este brutal atentado su acompañante, María Dolores Castro, otra conocida miembro del grupo terrorista radical gallego. Si bien es cierto que esta última tardaría algunas horas más que su compañero en ser reconocida.

Bafle

Al parecer los terroristas transportaban un artefacto compuesto por gelamonita, un potente explosivo similar a la dinamita que, supuestamente, habían adquirido en tierras portuguesas. Además, a los investigadores les hacía pensar que los autores del atentado no eran expertos en explosivos, pues habían colocado el mismo junto a un bafle de un altavoz, con lo que las fuertes vibraciones emitidas por este habrían contribuido a que estallase antes de lo que estaba previsto.

En torno al atentado se facilitaron muchas versiones y se dieron las más controvertidas hipótesis. Había quien aseguraba que la bomba no estaba pensada para hacerla explosionar en la discoteca «Clangor» y que su objetivo era otro centro de diversión de similares características emplazado en la villa costera de Noia, cuyo dueño había sido relacionado con el mundo del narcotráfico por quien entonces era su alcalde, el nacionalista Pastor Alonso.

Aquella madrugada sería dramática para muchas familias gallegas, muchos de cuyos hijos se encontraban estudiando en la Universidad de Santiago. Se sucedían las llamadas a las residencias, colegios mayores, pensiones, así como a los pisos en los que residían muchos de los universitarios que se habían trasladado a tierras compostelanas a proseguir sus estudios. El nerviosismo se apoderaría de una tierra que siempre se había destacado por ser un lugar eminentemente pacífico, muy reacio a cualquier brote violento. Prueba de ello serían las más de 30.000 personas, estudiantes en su mayoría, que en jornadas posteriores se manifestarían por las calles compostelanas contra la violencia terrorista.

Oleada terrorista

El atentado contra la discoteca «Clangor» se enmarcaba dentro de una serie de actuaciones que estaba llevando a cabo el Exército Guerrilheiro contra objetivos que ellos consideraban que eran bienes de personas o empresas relacionadas con el narcotráfico. En esa misma noche harían explosión otros cuatro artefactos en distintas localidades gallegas, principalmente enclavadas en las Rías Baixas. En Vilagarcía de Arousa un artefacto ocasionaría desperfectos de diversa consideración en una zapatería que era propiedad de Esther Lago, la fallecida esposa del conocido narcotraficante gallego Laureano Oubiña. Tampoco se libraría de la ira terrorista una sucursal bancaria de Vigo.

Con el atentado contra la discoteca «Clangor» se pondría fin al periplo de una de las organizaciones terroristas gallegas de las últimas décadas, ya que muy pronto serían detenidos todos sus miembros, dándose por desarticulado el Exército Guerrilheiro do Pobo Galego Ceibe(EGPGC), cuya corta existencia se saldó con la muerte de cuatro de personas, dos de ellos terroristas, y la mediática voladura del chalet de Manuel Fraga Iribarne.

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Cinco niños muertos y 27 heridos en una excursión escolar

Niños subiendo al transporte escolar

Las excursiones escolares han sido siempre un motivo de ilusión y fascinación para los más pequeños. Casi siempre se celebraban en final de curso o en algunos casos en fechas festivas, tales como Semana Santa. No escatimaban, en la mayoría de los casos, esfuerzos ni tampoco ilusión con la venta de distintos productos entre ellos loterías, rifas, pegatinas u otros accesorios con la finalidad de recaudar el tan necesario dinero para poder llevar a efecto las tan esperadas e ilusionantes excursiones escolares, algunas de las cuales terminaron en tragedia, tal y como fue el caso de los alumnos del colegio Vista Alegre, de Vigo, o el de los alumnos de la escuela de Artes Aplicadas Ramón Falcón, de Lugo.

Además de esas dos tragedias hubo otras que tuvieron una especial significación tanto por el numero de víctimas como por la aparatosidad del siniestro, entre las que sobresale la ocurrida en la jornada del 25 de junio de 1992 en la localidad pontevedresa de Silleda, al precipitarse un autocar que transportaba a 40 personas por un desnivel de 30 metros en el lugar de A Rocha, falleciendo cinco niños, con edades comprendidas entre los 13 y 14 años, y resultando heridos de diversa consideración otros 27 compañeros suyos.

El autocar siniestrado había partido de Monforte de Lemos, con alumnos del colegio Divina Pastora, a primeras horas de la mañana de aquellos primeros días de estío con destino ao Grove, dónde los jóvenes iban a disfrutar de unos días de sol y playa. Sin embargo, sus ilusiones se verían bruscamente frustradas cuando apenas pasaban cinco minutos de las diez de la mañana cuando el autocar enfiló el alto de A Rocha de San Sebastián, en el término municipal de Silleda, tomando una curva a la izquierda que, aunque no era demasiado pronunciada, el conductor del ómnibus se aproximó demasiado al borde de la carretera, precipitándose por un barranco. El autobús caminaría a lo largo de 53 metros por la orilla de la calzada antes de producirse el dramático suceso. Además, el autocar llevaba una velocidad prudencial en el momento de producirse el siniestro, pues iba a tan solo 50 kilómetros por hora.

Aplastados

Como consecuencia del desgraciado accidente, cinco de los muchachos que viajaban con destino a las Rías Baixas gallegas fallecerían aplastados por la carrocería del autocar en el momento en que se precipitaba por el barranco abajo. Otros 27 resultarían heridos de diversa consideración, siendo trasladados todos ellos a distintos centros sanitarios gallegos, entre ellos en antiguo Hospital Xeral de Galicia de Santiago de Compostela.

Sobre el asfalto, podían contemplarse algunos de los enseres que habían pertenecido a los muchachos accidentados, entre ellos algunas prendas y calzados deportivos, así como una trágica y dramática pancarta que sería reproducida durante bastantes jornadas en los distintos medios informativos de la época.

En el socorro de los heridos desempeñaría una función transcendental una Brigada Contraincendios de la Xunta de Galicia, que en esos momentos se encontraba levantando una torre de vigilancia en el monte. Un miembro de esta cuadrilla haría un relato desgarrador de los hechos, al comentar que una joven le había fallecido en los brazos después de haberla rescatado malherida del amasijo de hierros a que había quedado reducido el autobús siniestrado.

De igual forma, también se trasladarían al lugar del suceso dos helicópteros del Servizo de Salvamento e Socorrismo de la Xunta de Galicia, que tardarían 45 minutos en personarse en el lugar donde se había producido la tragedia, así como numerosas ambulancias de distintos centros sanitarios de municipios próximos al lugar del accidente.

Incertidumbre y tensión

Durante bastantes horas, debido en parte a la laboriosidad de los trabajos que suponía la excarcelación de algunos de los cuerpos que habían quedado aprisionados en el interior del autocar, entre los progenitores y familiares de las víctimas se generaría una gran incertidumbre y tensión, que no podría ser resuelta hasta las primeras horas de la tarde del día en que se produjo el fatal accidente cuando se facilitó la identidad de las víctimas mortales. El techo y la parte derecha del autocar, las más afectadas, quedarían completamente aplastadas, dificultando enormemente el rescate de los cuerpos de los jóvenes fallecidos.

En los centros sanitarios a los que fueron trasladados los heridos, algunos muchachos narrarían las escenas vividas en el interior del autocar en el momento de producirse el siniestro. Una de las heridas decía que en un principio aquello parecía un bache enorme, ya que pudo contemplar como un gran número de compañeros suyos caían sobre su cuerpo sin que pudiese hacer nada, para finalmente desmayarse y, al despertar, ver el autocar tumbado.

Mención aparte merece la reacción del autocar, un joven de 30 años, que, como consecuencia del accidente, que sería achacado a un fallo humano, sería presa de una profunda crisis nerviosa. Durante su estado de schock, del que tuvo que ser atendido en una clínica, el hombre se autoinculpaba de haber cometido un acto criminal.

Con la muerte de estas cinco criaturas se elevaba a un total de 125 la cifra de niños muertos en los distintos accidentes de autobús que, hasta aquel entonces, se habían registrado en España.

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Un atracador muerto por un guarda jurado en Vigo

El año 1994 fue un ejercicio verdaderamente sangriento en Vigo y sus alrededores. En los primeros meses del año dos sucesos, uno ocurrido en Nigrán, se llevaron la vida de seis personas de forma violenta. Primero fueron sus carnavales que se saldaron con dos asesinatos, para luego seguir con la ya mítica matanza del pueblo costero en la que dos agentes de la policía le daban muerte a un empresario de la comarca y a su familia con la finalidad de hacerse con dinero para saldar sus múltiples deudas.

Sin embargo, la cosa no terminaría ahí. Por desgracia la sangre seguiría corriendo algunos meses más tarde por la ciudad olívica. Así sucedería en la mañana del 19 de septiembre de 1994. En aquella jornada dos delincuentes, que ya estaban siendo buscados por otro asalto, se dirigieron a la sucursal que el Banco Central Hispanoaméricano disponía en el barrio de A Doblada, concretamente en la calle Gregorio Espino con la finalidad de hacerse con algún botín considerable.

En la puerta de entrada se encontraron con el guardia jurado encargado de custodiar la sucursal, un joven de 33 años que respondía al nombre de Juan Manuel. Intentaron salvar este primer escollo asestándole varias cuchilladas, algunas de ellas en el abdomen, lo que provocaría la caída, prácticamente seminconsciente, al suelo del responsable de seguridad de la oficina bancaria en medio de un gran charco de sangre.

50.000 pesetas

El botín alcanzado por los ladrones era de apenas 50.000 pesetas (300 euros actuales), cantidad con la que se hicieron después de dirigirse al búnker en que se encontraba la caja de seguridad. Previamente habían amenazado al cajero y al resto de los empleados de la oficina con un cuchillo de grandes dimensiones, el mismo que les había servido para herir de cierta gravedad al guardia jurado que se encontraba en la puerta.

Con lo que no contaban los asaltantes fue con la reacción espontánea del responsable de seguridad de la oficina bancaria, quien, pese a encontrarse malherido, logró reaccionar antes de que sus agresores abandonasen el lugar del suceso. A la desesperada, logró sacar su arma reglamentaria con la que heriría de extrema gravedad a uno de los delincuentes, José Antonio Rodrigo, un hombre natural de Ourense de 30 años y que en ese momento carecía de cualquier antecedente policial, aunque ya estaba siendo buscado por un asalto cometido en los últimos días de aquel entonces.

De la misma forma, los proyectiles de su pistola alcanzarían también al delincuente que le acompañaba, un joven de 25 años y natural de Vigo, quien si contaba con numerosos antecedentes policiales y recientemente había abandonado la prisión tras haber cumplido una sentencia de cárcel. A consecuencia de las heridas de bala tendría que ingresar en el Hospital Islas Cíes de la ciudad olívica, al que llegaría ya cadáver su compañero de andanzas. Después de producirse el grave altercado, también tendría que ser ingresado en un centro sanitario el guardia jurado a causa de las heridas en el abdomen que le habían provocado sus agresores.

Cuando concluyó la patética escena, el estado que presentaba la oficina bancaria era dantesco, al contemplarse como sus paredes e instalaciones habían quedado teñidas de sangre, al igual que en su interior se podían observar también impresionantes charcos de sangre procedentes de los asaltantes a la sucursal bancaria, que permanecieron tendidos en el suelo hasta que llegaron al lugar las asistencias sanitarias.

La oficina acabó, finalmente, asemejándose más a cualquier escenario más propio de las películas policíacas norteamericanas que al de una entidad bancaria. Sin embargo, por desgracia, la realidad puede llegar a superar a la ficción. Y esta fue una de ellas.

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