Cinco niños muertos por un brote de sarampión en Lugo

En los últimos años del franquismo algunas zonas de la provincia de Lugo, principalmente sus extensas áreas rurales que se encontraban en los lugares más remotos, continuaban siendo lugares pintorescos y hasta bucólicos que eran retratados muchas veces por la prensa más costumbrista y tradicional de la época como sitios poco menos que carentes de cualquier atisbo de civilización. Sin embargo, tal visión distaba mucho de ser genuinamente real y no dejaba de ser una falsa imagen trazada a través de viejos e infaustos prejuicios que nada tenían que ver con la realidad.

Era cierto que en aquellos últimos años del anterior régimen el territorio del nordeste gallego todavía disponía de unos elevados índices de subdesarrollo que se traducían en una agricultura de autoconsumo que se había anquilosado en una sociedad que, en parte, todavía respondía a planteamientos pretéritos. En aquel entonces, el sector primario era el grupo económico que ocupaba al ochenta por ciento de la población lucense, encontrándose ya en franca regresión debido a la elevada edad media de sus trabajadores.

En ese contexto y en esa situación histórica, la provincia de Lugo saltará a las primeras páginas de los principales diarios estatales al detectarse en los primeros días de junio de 1974 una epidemia de sarampión que afectaba, principalmente, a la zona oriental de la montaña luguesa por un brote que no dejaba de ser circunstancial, aunque la prensa de Madrid se empeñaba en calificarlo como «localizado y propio de zonas subdesarrolladas», basando sus lúgubres argumentos en que el territorio afectado era una zona aislada y con abundancia de micronúcleos poblacionales muy diseminados en pequeñas aldeas. Como si en el resto de Galicia no se diesen las mismas condiciones.

En una misma familia

El brote se localizaba principalmente en A Fonsagrada dónde morirían hasta cuatro niños a consecuencia de la enfermedad, dándose la trágica circunstancia que tres de los fallecidos eran hermanos. Otros seis niños del mismo municipio lucense serían ingresados en la antigua Residencia Sanitaria Hermanos Pedrosa Posada de Lugo, algunos de ellos en estado muy grave, aunque, finalmente y por suerte, no hubiese que lamentar más fallecimientos.

Un quinto caso de sarampión mortal se dio en la localidad de Ferreira do Valadouro, en el noroeste lucense, dónde moriría un niño de nueve años en su escuela hogar que, curiosamente, era de Cervantes, en Os Ancares, un área geográfica próxima a la que habían producido los otros cuatro óbitos. Por aquel entonces informaba la prensa que el denominado «sarampión de la muerte», tal y como había sido bautizado, estaba afectando a más de 300 escolares fonsagradinos y a otro centenar en el resto de la provincia, siendo un total de 200 aldeas de montaña en las que se registraba una mayor incidencia, según una nota de prensa emitida por la Dirección General de Sanidad.

La noticia no dejaría indiferentes a las apáticas autoridades del régimen franquista que trataban por todos los medios de silenciar en la medida de lo posible la repercusión de la información en el resto de Galicia y consiguientemente en el resto del Estado. Por aquellos días, en torno al 9 de junio de 1974, el entonces ministro de Educación y Ciencia, Cruz Martínez Esteruelas, uno de los «Siete Magníficos» de Manuel Fraga Iribarne, se desplazaría hasta la población de la montaña lucense para tratar de apaciguar los ánimos de un territorio que no solo estaba olvidado, sino que se tenía la impresión de que ni siquiera existía para los gobernantes de aquel entonces, aunque en ese aspecto no han cambiado prácticamente nada las cosas.

De la misma forma, el Centro Nacional de Microbiología y Virología, con el doctor Florencio Sánchez Gallardo al frente, desplazaría un equipo de profesionales hasta A Fonsagrada para la realización de un estudio de la enfermedad que había matado a cinco escolares. Las primeras medidas tomadas fueron de profilaxis y vacunación masiva de niños, a quienes se les inoculaba la vacuna gamma globulina si no habían padecido la variedad de sarampión que había costado ya cinco vidas.

Calmar a la población

La Dirección General de Salud emitiría un comunicado, que hoy en día nos parece grotesco e irrisorio cuando no hasta de mal gusto y cercano al más bochornoso y patético humor negro, en el que, además de negar la incidencia que estaba cobrando la epidemia de sarampión, se instaba a la población a que se mantuviese en calma, añadiendo que no había motivos para alarmarse. Claro que no había motivos para la preocupación. ¿Y no era alarmante de por si el hecho de que hubiesen fallecido cinco criaturas? Suena a tomadura de pelo.

Por si los dislates no fuesen suficientes, en su comunicado hecho público en la jornada del 6 de junio de 1974, achacaba la morbilidad del brote de sarampión a un grupo social determinado que disponía de defensas bajas. Esta circunstancia era achacada, según el mismo comunicado, a la gran diseminación de la población que estaba sufriendo la epidemia, como era el caso de la montaña lucense. Añadía que una infección generalizada de esas características era mucho más improbable en cualquier núcleo urbano. Ahora bien, no aporta ningún dato riguroso en el que se base semejante aberración, que parece más propia de las leyes raciales nazis que de un estudio avalado por el principal organismo que se encargaba de velar por la salud de todos los ciudadanos. Como para huir de Galicia. La explicación dada, extraordinariamente grotesca y carente de cualquier rigor científico, no tiene pérdida.

Una vez más, como muchas otras y estaba muy reciente la masiva intoxicación por consumo de alcohol metílico en los años sesenta, las autoridades de la vetusta dictadura se dedicaron a escurrir el bulto y eludir cualquier responsabilidad, además de recurrir a los ancestrales prejuicios y tópicos contra una sociedad a la que, no solo ignoraban, sino que actuaban de la misma forma que si no existiese, cuando no se le achacaba la responsabilidad de sus propios males. Inaudito.

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Muerto por un cazador en Compostela

Partida de cazadores

Retrotraerse a la Galicia de la década de los años cincuenta del pasado siglo es inmiscuirse en otro país radicalmente distinto al actual, que, en apariencia, apenas guarda relación con el actual. Además de ser una tierra muy atrasada y pobre, todavía pervivían viejas prejuicios a lo largo de su más que basto rural en el que era muy común la posesión de armas de fuego, principalmente las viejas escopetas de caza, que muchas veces las cargaba el diablo.

Así ocurrió en el atardecer del 27 de noviembre de 1955 en el que un grupo de hombres, mayoritariamente jóvenes, se encontraban en el interior de una vieja y desvencijada taberna situada en Os Vilares, el área rural compostelana. En un principio los mozos allí congregados charlaban animadamente sobre distintas cosas, entre ellas se supone que la dura y prolonga Posguerra que parecía no querer terminar nunca. Los rapaces allí congregados eran Ramón Rosende Mata, de 23 años de edad, y Luis Fernández Botana, de 21, además del padre del primero. A ellos se uniría Jaime Rosende Miguez, un hombre ya maduro de 40 años.

Quizás con el calor que siempre representa la ingesta de bebidas alcohólicas, unido a las viejas rencilla que solían ser muy comunes en los ancestrales entornos rurales gallegos, Jaime Rosende reclamó una deuda de 450 pesetas al padre de Ramón Rosende en concepto de los salarios que se suponía le adeudaba. Tal reclamación no sentó nada bien a su hijo, quien en ese instante increpó al reclamante, iniciándose una ácida discusión entre ambos que proseguiría en el exterior del establecimiento.

A pedradas

Fuera del local, los protagonistas de la trifulca iniciaron la retirada a sus respectivas viviendas, no sin dejar de insultarse e increparse mutuamente hasta el extremo que Ramón Rosende y Luis Fernández Botana llegaron a hacer uso de piedras que encontraron en el camino con las que atacaron a Jaime Rosende. Este último era cazador y en esa jornada dominical de caza regresaba con su escopeta al hombro, la cual utilizaría para defenderse de sus agresores.

La mala fortuna hizo que los disparos del arma que portaba el cazador alcanzasen de lleno a uno de los jóvenes, concretamente, a Luis Fernández Botana, quien moriría instantes después a consecuencia de los mismos. Tras haber dado muerte a este y herido de consideración a su acompañante, Jaime Rosende se encaminó a casa de un vecino con sus ropas visiblemente manchadas de sangre para que le acompañase a un centro sanitario. Mientras se dirigía al mismo sería sorprendido por la policía que le detuvo en el mismo instante.

Aún así ingresaría en el hospital presentando heridas en la cabeza de carácter grave, ya que las piedras arrojadas por sus agresores le provocaron la fractura de la región frontal. En el mismo centro ingresaría Ramón Rosende Mata, uno de los jóvenes que le había lanzado las piedras, pues presentaba heridas graves en el vientre producidas a raíz de los disparos efectuados por el cazador.

La causa que se siguió contra Jaime Rosende fue por homicidio y no por asesinato, al entender el juez que no había tenido intención de dar muerte a su víctima. Sería condenado a la pena de ocho años de cárcel, así como pagar una indemnización de 50.000 pesetas a los familiares de la víctima.

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Tres mujeres aplastadas en un lavadero público en A Coruña

Mujeres lavando la colada

A finales de la década de los años sesenta del pasado siglo la ciudad de A Coruña había iniciado ya su explosión demográfica, aunque todavía no había alcanzado la mágica cifra que por entonces representaban los 200.000 habitantes. Pero andaba cerca. Eran muchos los habitantes de distintos pueblos de Lugo y otras localidades próximas los que se desplazaban a la ciudad herculina en busca de un trabajo que les permitiese escapar de un mundo rural que todavía no había empezado a sucumbir, pese a que su final estaba próximo ya que seguía sin ofrecer los atractivos necesarios a nuevas generaciones que se resistían a vivir como habían hecho sus antepasados detrás de una yunta de vacas que tiraba de un tradicional carro del país que ofrecía su clásica sintonía con su eje mal engrasado por los muchos caminos empedrados y corredoiras que todavía quedaban en una tierra que parecía estar condenándose a si misma a lo largo de los últimos mil años.

Con el traslado de muchas gentes procedentes del mundo rural a la gran urbe en la que se estaba convirtiendo A Coruña, se llevaron consigo muchos usos y costumbres propios de pueblos y aldeas. A todo ello contribuía la propia ciudad en un tiempo en el que las innovaciones tecnológicas no estaban al alcance de todos los bolsillos. Así era frecuente la existencia de lavaderos públicos a los que acudían centenares de mujeres con cestas de ropa en la cabeza para hacer la colada. Uno de esos lavaderos, que desempeñaron una gran función de sociabilidad en otros tiempos, estaba situado en el popular barrio herculino de A Grela, uno de los que estaba experimentando un notorio auge demográfica con la llegada de residentes procedentes de prácticamente todo el norte gallego.

Un muro de contención

Debido al gran auge que estaba experimentando aquel área geográfica de la ciudad, las obras, con nuevas edificaciones, estaban siendo muy frecuentes. Algunas de ellas estaban delimitadas con muros de contención a fin de separarlas de otras fincas u otros lugares públicos. Precisamente una obra de estas características delimitaba un viejo lavadero público en el que se daban cita muchas mujeres, a quienes todavía no habían llegado los adelantos de las modernas lavadoras, de un sitio en el que se estaban levantando nuevas edificaciones. Nadie había previsto la peligrosidad que pudiese entrañar un armazón de esas características y de las nefastas consecuencias que de ello se pudiese derivar en una zona en la que se congregaba mucho público, prácticamente todo femenino, en un tiempo en que muchas de esas mujeres eran casi todas ellas madres de numerosas proles familiares.

Así sucedió en el atardecer del 18 de enero de 1969 cuando el muro de contención que delimitaba el lavadero público de A Grela registró un brusco corrimiento, atrapando entre sus restos de tierra y cemento a un grupo de mujeres que se habían dado cita en una tarde de sábado para lavar las numerosas prendas de ropa sucia que habían ido acumulando a lo largo de una semana. El desprendimiento y posterior corrimiento de tierras se llevaría consigo la vida de tres mujeres que morirían prácticamente en el acto, después de que fuesen aplastadas por el maremágnum de tierra y cemento. Las tres víctimas mortales fueron María Folgueira Seoane, Amparo Varela y Manuela Moreno. Una cuarta mujer, Herminia Martínez, resultaría herida de gravedad, aunque logró salir con vida del cruel envite.

El corrimiento de tierras fue achacado a las lluvias caídas a lo largo de los últimos días de aquel primer mes del año, aunque era un factor previsible, dado que en Galicia suele llover en el transcurso del invierno y máxime en una época en la que todavía no se hablaba de cambio climático. Otra de las causas que se aducía fueron las explosiones producidas por barrenos en un área próxima en la que se estaban levantando nuevas edificaciones en un tiempo en el que apenas se exigían requisitos para la utilización de dinamita. Sin embargo, como era muy común entonces y lo sigue siendo ahora, quien gobierna procuraba escurrir el bulto, evitando asumir cualquier responsabilidad que pudiese derivarse de su gestión.

Inmediatamente, y tras producirse el trágico suceso, los escasos equipos de emergencia con los que contaban en aquel entonces, entre ellos los bomberos de la ciudad herculina y los sanitarios, fueron movilizados para socorrer a las víctimas. Sin embargo, solo se consiguió salvar la vida de una de las mujeres que había quedado atrapada en aquel lodazal. El suceso, que ilustra algunas páginas de la prensa de la época, causaría una gran consternación en A Coruña y en el resto de Galicia. Y como suele pasar la mayoría de las veces, los más desfavorecidos siempre se llevan la peor parte, como era en este caso.

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