En la década de los años veinte del pasado siglo todavía seguían gozando de una gran popularidad algunas viejas creencias, divulgadas por curanderos y otros especímenes de igual catadura, en las que se aseguraba que beber sangre humana curaba de enfermedades y epidemias que estaban muy extendidas, entre ellas la tisis. Sin embargo, esas ancestrales y macabras creencias tan solo servirían para provocar más de una tragedia, siendo casi siempre las víctimas pequeños de muy corta edad a quienes asediaban durante bastantes días hasta que por fin conseguían arrinconarlos y hacerse con esa preciada víctima, aunque de nada servirían el supuesto remedio que se pretendía aportar.
Hay muchos casos, algunos de ellos muy conocidos, como el caso del crimen de Gador, uno de los que alcanzaría más celebridad en su tiempo. Otro similar sería el del vampiro de Avilés. Todos ellos con consecuencias fatales. Después de haberse divulgado los nefastos resultados en que terminaban sucumbiendo, muchas gentes dominadas por viejas y ancestrales supersticiones acabarían por convencerse que el consumo de sangre de los más pequeños no acarreaba ningún beneficio. Más bien todo lo contrario. Muchos acabarían con sus huesos en las manos de un verdugo quien ágilmente daba dos vueltas al garrote vil, sumándose así una víctima mas a la que los criminales habían dejado por el camino.
En Galicia, una tierra donde ahuecaron a fondo viejas supersticiones y otras creencias importadas por los emigrantes que se encontraban allende los mares, también ocurrieron algunos de los desagradables y cruentos sucesos en los que los más pequeños fueron la injustas y crueles víctimas de unos desaprensivos que, quizás llevados por una terrible exasperación, llevaron la tragedia a otra casa, además de consumarse también en la propia.
Uno de esos sucesos ocurrió en la localidad de A Golada, un territorio limítrofe y de transición entre las tierras de las Rías Baixas y la comarca de A Ribeira Sacra. A mediados de septiembre de 1925 desaparecía de su casa el niño Álvaro Salvareses, de tan solo dos años de edad. Sus padres lo llamaron en reiteradas ocasiones, requiriéndolo para que se presentase a la hora del almuerzo. Sin embargo, la criatura no daba señales de vida. A raíz de su desaparición, familiares y vecinos se pusieron manos a la obra en una afanosa búsqueda que no dio ningún resultado.
En un estercolero
Entre los familiares y personas más próximas al pequeño se sabía que el muchacho había sufrido el acoso y acechanza de algunos vecinos, aunque jamás supusieron que le esperaba un final trágico y macabro. Tras días de ardua búsqueda, el cuerpo del pequeño aparecería enterrado en una cuadra, en la que se guardaban cerdos y vacas, en medio de un impresionante estercolero. El crío tenía una cuerda atada al cuello y presentaba una gran herida en la cabeza, la que se suponía, como así se demostraría posteriormente, que le había ocasionado de forma poco menos que fulminante.
La Guardia Civil pronto empezó a atar los pocos cabos que había sueltos. Se sabía que en la casa de unos vecinos, conocidos como los Mejuto, había un muchacho joven que todavía no llegaba a los veinte años, enfermo de tuberculosis, entrando la dolencia en sus últimas fases. Eran conocedores también que habían buscado remedios en curanderos y sanadores de la zona, aunque ninguno les había ofrecido una mágica receta que pudiese librar a su vástago de tan devastadora enfermedad que estaba golpeando con saña a una gran parte de la juventud de la época.
La familia que había dado muerte al pequeño era conocedora a través de la prensa de diversos casos, como el de Gador o el Vampiro de Áviles, de los supuestos remedios macabros que se estilaban en aquella época para tratar de salvar inútilmente al enfermo terminal que tenían en casa. Uno de los hermanos de este último, un niño de 14 años, Eulogio Mejuto, fue el encargado de engañar con diversos ardides a su ingenua víctima, atrayéndola hasta el erial que había en la zona aledaña a su casa. El mismo declararía que fue quien dio muerte al pequeño de una pedrada en la cabeza. Asimismo, también manifestaría que se encargó de extraerle sangre a través de la herida por la que manaba a borbotones. En su declaración ante los agentes, además de responsabilizarse de la muerte del pequeño, indicaría, a su vez, que en el hecho criminal estaban involucrados los restantes miembros de su familia, a instancias de los cuales provocó la tragedia que causaría una gran repercusión en el municipio de A Golada y otros limítrofes.
Condena
A raíz del espantoso crimen, fueron también imputados el hermano enfermo del asesino y su padre, Jesús Mejuto. Sin embargo, el primero de ellos no llegaría a ser condenado ya que tan solo tres semanas antes del juicio se produjo su óbito.
El muchacho, al ser menor de edad, sería condenado al ingreso durante el tiempo que la autoridad lo estimase oportuno, al ingreso en un centro de corrección, popularmente conocidos como reformatorios. Para su padre el fiscal llegó a solicitar la pena capital, considerándolo inductor de un hecho criminal. Finalmente, sería condenado a 20 años de cárcel en calidad de cómplice.
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