En el año 1992 se sucedieron una serie de acontecimientos en Galicia que conmocionaron y marcaron de forma extraordinaria a la sociedad gallega de la época. Lo peor de todo es que las tres víctimas de esos macabros sucesos eran niños de muy corta edad, en un caso un bebé de siete meses. En los otros dos, un niño sería estrangulado por una vecina suya en A Coruña, mientras que un depravado violaba y asesinaba de una manera horripilante a una niña de nueve años en la localidad lucense de Vilalba.
Uno de estos macabros acontecimientos sucedió en Vigo el 29 de febrero del año 1992, concretamente en su populoso barrio de Santo Tomé de Freixeiro. En esa fecha, unos jóvenes padres, que habían contraído matrimonio recientemente por aquel entonces, decidieron deshacerse de su hija de siete meses, Cristina, enterrándola viva, tras una ardua y acalorada discusión en torno a la paternidad de la pequeña. Los progenitores de la criatura, Pedro Alexandro Pereira da Silva, un ciudadano portugués de 19 años de edad, y María Magdalena Martínez Rey, de 20 años y que en ese momento se encontraba embarazada de cinco meses, tomaron esta decisión tras negar el padre de forma reiterada que la criatura fuese hija suya.
En un principio, al parecer, Pedro Alexandro había intentado asfixiar con sus propias manos a la niña cuando se encontraba en su cuna. Pero, antes de que falleciese decidieron introducirla en un envoltorio formado básicamente por plásticos para luego introducirla en un agujero de tierra, sin llegar a taparlo del todo, pues cuando los investigadores encontraron el cuerpo de la pequeña todavía le sobresalía una pierna. Además, los forenses pudieron constatar que todavía se encontraba viva en el momento de ser sepultada, pues le encontraron restos de tierra en la tráquea.
Frialdad
Después de haber enterrado a su propia hija, los dos asesinos mostraron una frialdad que sorprendería enormemente a su vecindario, pues les dijeron en reiteradas ocasiones que les había desaparecido Cristina mientras bajaron a depositar basura en los cubos destinados a este efecto. La misma versión narrarían en la Comisaría de Policía de Vigo cuando fueron a presentar la oportuna denuncia de desaparición, aunque muy pronto empezaron a levantar sospechas.
De la misma manera, a mediodía del domingo, primero de marzo, estuvieron tranquilamente tomando el aperitivo. En el transcurso de este clásico ritual, el padre de la niña fue duramente reprendido por su suegra por la frialdad que estaba demostrando. Al parecer, esta última le habría agredido con su bolso y los zapatos por encontrarse tan tranquilos mientras se desconocía el paradero de la pequeña.
A pesar de que el cerco se estrechaba ya demasiado, se seguirían enrocando en su postura de la desaparición en la jornada del domingo en sus declaraciones ante el comisario de policía de Vigo, quien, en un momento dado, detectó ciertas contradicciones en las declaraciones de los padres, por lo que decidió pasar a la ofensiva. El entonces responsable de la policía de la ciudad olívica, Luis Manuel García Mañá, observó que el padre de la criatura se comenzaba a encontrar cansado, nervioso y desconcertado, por lo que decidió interrogarle a el solo. En ese momento fue cuando Pedro Alexandro Pereira da Silva se derrumbó y contó todo lo sucedido, así como el lugar donde se encontraba enterrado el cuerpo de la pequeña.
Persona clave
La persona clave y a quien la madre de María Magdalena Martínez consideraba la responsable intelectual del crimen, era a su consuegra, la ciudadana portuguesa María Amelia da Silva, pues al parecer esta había sembrado la sombra de la duda sobre la posible paternidad de su hijo sobre la recién nacida. Además, la súbdita lusa también habría intentado coaccionar a su nuera para que abortase en el país vecino, aunque a última hora se habría negado. A todo esto se añadía, según el relato de María Magdalena Martínez, su suegra le habría sustraído 20.000 pesetas (120 euros) en el transcurso de su viaje a Portugal.
El suceso consternaría de sobremanera a la ciudad de Vigo, y muy especialmente al barrio de San Tomé de Freixeiro, pues nadie daba crédito a que se hubiese producido en aquel lugar un hecho tan macabro. La indignación vecinal se fue incrementando notoriamente a medida que se iban conociendo más detalles y pormenores en torno al truculento caso. De hecho, el funeral por la pequeña, además de constituir una gran manifestación de duelo, sirvió también para calibrar la indignación de toda la barriada contra los autores de la muerte de la pequeña, que serían ingresados en las prisiones de Vigo y Ourense respectivamente.
En la segunda mitad de los años ochenta del pasado siglo ya había comenzado el acelerón brusco del descenso de la población en los municipios más rurales y aislados de Galicia, principalmente aquellos que se encontraban en zonas de montaña u otros muchos que veían disminuir drásticamente su demografía porque las condiciones de vida no eran las más idóneas para las nuevas generaciones. Lo que no habían conseguido las masivas emigraciones a tierras americanas en la primera mitad del siglo XX ni las europeas desde principios de los cincuenta hasta los primeros años setenta, lo estaban consiguiendo otros factores secundarios en los que nadie había pensado jamás, uno de ellos la baja tasa de fecundidad de los gallegos de los últimos 30 años. Ahora se unía también el abandono de las nuevas generaciones del rural, pero con destino a otras áreas más pobladas, tales como cabeceras de comarca o ciudades como Lugo u Ourense, que experimentaban un notable auge motivado por la llegada masiva de gentes procedentes de sus respectivas provincias.
Ni siquiera se salvaban aquellos lugares que proporcionaban a los más jóvenes una cierta salida, tal es el caso de las explotaciones vitícolas del sur de la provincia de Lugo. Algunos pequeños municipios de la Ribeira Sacra veían descender su población a mínimos históricos por el abandono de los cultivos por parte de las últimas generaciones, que se desentendían de ese mundo rural que aún ofrecía algunas salidas a quienes estuviesen dispuestos a vivir en el campo.
Uno de los municipios que más directamente sufría esas consecuencias era o Saviñao que, hace ya 30 años, bajaba por primera vez en su historia de la barrera de los cinco mil habitantes hasta quedarse en los poco más de 3.700 que tiene actualmente. Los núcleos pequeños son los que más directamente están sufriendo los efectos de la despoblación, llegando a desaparecer una buena parte de los mismos, en tanto que otros están condenados a idéntica suerte en tiempos próximos.
En uno de esos pequeños núcleos, concretamente en San Vitorio de Ribas do Miño, en el referido municipio de O Saviñao, sus cada vez más escasos residentes se verían sorprendidos por un trágico y macabro suceso al atardecer del 29 de septiembre 1987. En esa fecha uno de sus vecinos, Javier López Andrade, daría muerte a su esposa, Milagros Rodríguez López, de 55 años, y a la madre de esta, Zenaida López, una mujer ya anciana tras dispararles tres veces con la escopeta de caza que tenía en su casa.
Celos
El móvil de este macabro crimen, que sorprendería y consternaría de sobremanera a las siempre pacíficas y entrañables comarcas de Ribeira Sacra y Terras de Lemos que convergen en distintos puntos, pareció deberse a los constantes ataques de celos de los que era presa el criminal, según declaraciones a la prensa de sus allegados así como también de una hija del matrimonio formado por Milagros y Javier. Otra de las personas de la que sentía enormes celos era de un cuñado suyo, con quien su esposa había vivido hacía ya algún tiempo.
El suceso se produjo cuando se encontraban discutiendo Javier López y Milagros en su casa. En ese momento se dirigió a la misma la madre de la mujer para pedirles que les diesen maíz para las gallinas cuando la madre de una de las víctimas quiso mediar en la discusión que mantenían su hija y su yerno. Es entonces cuando este último se aprovisiona del arma de fuego que guardaba en su casa disparando contra su suegra, quien recibiría dos impactos de bala, uno en el costado y otro en la espalda. Su esposa fallecería de forma instantánea de un solo disparo que el agresor disparó certeramente sobre su espalda.
Al consumar el doble crimen, Javier López Andrade se dirigió a casa de un vecino suyo para solicitarle que lo trasladase desde el lugar de los hechos hasta el cuartel de la Guardia Civil de Escairón, distante 20 kilómetros. Sin embargo, su convecino no se hallaba en ese momento en su casa por lo que decidió hacer el trayecto que le separaba del puesto de la Benemérita caminando, que recorrería en algo más de dos horas.
Condena
En los primeros días de noviembre de 1988 se celebró el juicio contra Javier López Andrade en la Audiencia Provincial de Lugo. Su abogado defensor alegó que su cliente había actuado bajo los efectos de los celos lo que le provocó una enajenación mental transitoria, por lo que requería que su defendido fuese ingresado en un hospital psiquiátrico con la finalidad de poder recibir el tratamiento adecuado.
Por su parte el fiscal se mantuvo en sus conclusiones provisionales solicitando dos penas de 20 años de cárcel por cada una de las muertes ocasionadas por el criminal. Finalmente, Javier López sería condenado a 30 años de prisión, con la atenuante de enajenación mental transitoria, así como al pago de una cuantiosa indemnización a los herederos de las víctimas.
Cementerio neogótico de Goiriz, donde está enterrada la víctima de este crimen
A principios del siglo XX en Galicia la expresión que más se escuchaba por sus lares y aldeas era «iste vaise», «aquel vaise» » o outro xa se foi». Su equivalencia en castellano es este se marcha, aquel se marcha, el otro ya se ha ido. Eran muchos los gallegos que decidían surcar el Océano Atlántico para asentarse largas temporadas en tierras americanas, huyendo de las miserias y calamidades que les deparaba su tierra de origen, considerada un país rico en el que vivía gente pobre. Desgraciadamente, así era. Contaba con una vasta población rural. Más del 90 por ciento de los gallegos de la época, de los dos millones de habitantes de entonces, residían en pequeñas aldeas y villas en las que se vivía mayoritariamente de la pesca y una agricultura de subsistencia que, a muy duras penas, proporcionaba las necesidades básicas.
En La Habana, principalmente, surgieron los primeros grandes centros y entes culturales gallegos. Fue allí precisamente dónde el maestro Pascual Veiga estrenó las partituras de lo que luego sería el Himno gallego. De igual manera, también en la isla caribeña se encontraba Manuel Curros Enríquez, el célebre cantor gallego de finales del siglo XIX y principios del XX, que fallecería precisamente en tierra cubana siendo trasladados posteriormente sus restos a Galicia para recibir sepultura en el cementerio coruñés de San Amaro.
A finales del siglo XIX y principios del pasado todavía quedaban algunas bandas o gavelas que se prodigaban por el entorno rural, acechando a las casas más pudientes de la época. Era una forma de pillaje muy extendida, que rara vez tenía consecuencias sangrientas, pero en alguna ocasión si las tuvo por no ser profesionales quienes la practicaban. A ellos les surgieron algunos imitadores que acabarían dando lugar a sanguinarios episodios de infausto recuerdo entre los moradores del rural gallego de la época.
Un suceso de las características antes aludidas tendría lugar el 9 de julio de 1904 en la parroquia vilalbesa de Goiriz, en pleno corazón de la Terra Chá lucense. En esa fecha un rico agricultor y propietario de una de las aldeas que contaba con un mayor nivel de riqueza en aquel entonces, José Otero, fue asesinado a últimas horas de la noche de aquel día de un ya lejano verano de uno de los primeros años del siglo XX. El propietario, que vivía en el lugar de Vilar de Pumariño, era un hombre que ya superaba los 50 años y estaba considerado como uno de los lugareños más respetados y con mayor hacienda de toda la comarca.
A golpes
José Otero fue asesinado a golpes por sus atacantes cuando ya se encontraba durmiendo por cuatro individuos que pronto serían detenidos. Su asesinos, que pretendían robarle, se habían introducido en su casa a través de un cortello en el que se guardaba el ganado. El cadáver de la víctima presentaba innumerables magulladuras y heridas, siendo una de las más apreciables la que se localizaba en la cabeza, hecha con algún objeto contundente de metal, pues uno de sus agresores era carpintero y se dedicaba a hacer zuecas de madera, principal calzado que se empleaba en el rural gallego en aquellos remotos tiempos. Los asesinos y ladrones llevaban el rostro cubierto a fin de no ser reconocidos por los moradores de aquella casa. Los demás miembros del clan familiar sufrirían algunas lesiones provocadas por la inusitada violencia de sus agresores, aunque se lograrían recuperar en un breve espacio de tiempo.
Se hacen con un botín ciertamente considerable. Lo más destacable es que se apoderan de 175 pesetas, una cantidad bastante alta para la época, máxime cuando se trataba de un tiempo en el que el dinero era un bien muy escaso. De la miseria de aquellos años da cuenta la circunstancia de que se apoderasen de algunos víveres que se guardaban en la vivienda asaltada, entre ellos una docena de chorizos y una libra de pan. Los otros objetos robados son tres pañuelos de seda.
Inmediatamente después del horroroso crimen, que consternaría a toda la localidad de Vilalba, se puso en conocimiento de las autoridades, Guardia Civil y juzgados, el hecho sangriento. Las pesquisas se centran en un sujeto a quien se le conoce por el apodo de «O Calvelo», un hombre que cuenta en el momento de los hechos con 36 años de edad. Está soltero y su profesión es la de zoqueiro, siendo originario de la parroquia de Santalla de Rioaveso. Al mismo tiempo, se constata que no ha actuado en solitario sino que cuenta con otros tres acompañantes, uno de ellos vecino también del término municipal de Vilalba. Se trata de Ramón Rodríguez. Los otros dos sospechosos que también serán detenidos en breve son José Vales, de quien se dice en la documentación archivada que carece de domicilio conocido y Arturo Pereira Díaz, jornalero y residente en la aldea de Moncelos, en el municipio de Abadín.
O Calvelo será detenido a los pocos días en una taberna de Vilalba mientras se encontraba en compañía de otras personas que nada tienen que ver con los hechos delictivos. Es enviado a la prisión local, emplazada en los bajos de la vieja casa consistorial vilalbesa. Tras un «hábil interrogatorio», tal como lo define la prensa de la época, se ve obligado a delatar a sus compañeros de fechorías. Apenas una semana después del crimen son detenidos sus otros compinches, quienes acusan directamente a «O Calvelo» de ser el responsable de la planificación del robo y el crimen de la casa del rico propietario José Otero. Los cuatro serán ingresados en la cárcel vilalbesa a la espera de juicio que, para aquellos tiempos en los que no había una febril actividad judicial como hoy en día, se demora demasiado. Tanto es así que 14 meses más tarde, los cuatro delincuentes permanecían todavía ingresados en la cárcel vilalbesa, un hecho demasiado inusual. No era frecuente en aquel entonces que los juicios se demorasen más de seis meses en casos relativos a homicidios y asesinatos.
Fuga de «O Calvelo»
Parecía que los detenidos sentían el aliento de la pena muerte sobre sus nucas o eso debía pensar «O Calvelo», quien con otro de los compañeros idea un plan para fugarse de la prisión de la capital chairega. Así, en la madrugada del 28 de noviembre de 1905 emprende la huida de la cárcel en compañía de Ramón Rodríguez. Escapan aprovechando un descuido del empleado encargado de la cárcel que deja la puerta principal abierta mientras realiza unos labores en el interior del espacio destinado a los presos. Sin embargo, su compañero de fuga pronto será detenido. Tan solo cinco días más tarde los agentes de la Benemérita dan cuenta de él y es ingresado de nuevo en el lugar de dónde nunca debería haber huido.
Por la contra, Jesús María Rodríguez Paz iniciará una larga odisea, que durará tres años justos, que le llevará a distintos puntos del sur de Galicia, con el propósito de pasar desapercibido. Previamente, en la madrugada de su huida, se había ajustado a conciencia las solapas de la chaqueta a la altura de la cabeza para no ser reconocido. Comienza una larga escapada de varios días de duración en los que practicará la mendicidad, a fin de poder sobrevivir. En distintos lugares le proporcionan pan y castañas, que serán la base de su dieta. Por fin, tras varios días de una prolongadísima caminata de más de 140 kilómetros, llega a la localidad ourensá de Rivadavia. En este primer destino trabajará durante algún tiempo como peón caminero. Se supone que adoptó una identidad ficticia, aunque no hay constancia oficial de ello.
Ante el riesgo que le suponía poder ser descubierto, decide trasladarse al suroeste de Galicia, concretamente a las localidades de Marín, en un primer momento y posteriormente a Cambados. Allí trabaja en las obras de sus instalaciones portuarias a lo largo de más de dos años y medio. Aquí es donde hay constancia de su falsa identidad, pues le dice al patrón de las obras para las que trabaja que se llama Ángel Fernández Rivas y que es oriundo de la parroquia de Quintillán, en el municipio pontevedrés de Forcarei. Su marcha de Marín a Cambados es precipitada y deja tras de si una importante deuda en una de las pensiones en las que se alojó. La cantidad adeudada asciende a 18 pesetas de aquella época.
Captura
Quizás la avaricia o tal vez el ánimo de prosperar llevan a «O Calvelo» a trasladarse de Marín a Cambados. En la primera de las localidades los jornales son de 2,50 pesetas, pero en la segunda ya ascienden a tres. Será en esta última localidad dónde será capturado. Y como si una cuestión del azar se tratase, la fecha de su captura coincide con la del tercer aniversario de su huida de la cárcel. Jesús María Rodríguez es detenido el 28 de noviembre de 1908 para sorpresa de sus compañeros de trabajo. No opuso resistencia, aunque quienes le conocían se asombran de la detención así como que haya conseguido pasar tanto tiempo con una falsa identidad que le permite eludir tanto la acción de la justicia como del resto de las autoridades. A pesar no oponer resistencia, recibirá un culatazo en la cabeza por parte de uno de los agentes que le provocará una herida de consideración que tardará varias semanas en cicatrizar.
Es conducido a la prisión provincial de Pontevedra dónde es entrevistado por un periodista de DIARIO DE PONTEVEDRA. Según la información de este medio, «O Calvelo» podría tener la intención de robar y asesinar al patrono para el que trabajaba, aunque tampoco hay una constancia de este hecho. Se le pregunta también si tenía previsto cruzar el mar rumbo a tierras americanas, algo que niega de forma taxativa. Dice que su propósito era poner tierra de por medio respecto de su lúgubre pasado e iniciar una nueva vida en las Rías Baixas galegas, apartado de todas aquellas personas a las que conocía.
Unos días más tarde es destinado a Lugo, a dónde va debidamente esposado, siendo destinado a la misma celda en la que se encontraba un condenado a muerte, como si aquello fuera un presagio de lo que le podría acontecer. Dado que eran otros tiempos, y con unas circunstancias muy diferentes a las actuales, la prensa se vuelve a hacer eco de la llegada del conocido «maleante», tal y como es definido por los medios de la época. No faltan artículos en el principal periódico lucense de aquel entonces EL PROGRESO, que lo definen como un «individuo huraño con los ojos inyectados en sangre, falto de nobleza que produce una enorme repugnancia con solo mirarlo». A lo largo de tres días se convierte en el chisme preferido para las tertulias y conversaciones de vecinos.
Al igual que había acontecido en Pontevedra, el diario local lucense también programa una entrevista con él, en la que le preguntan por toda su trayectoria a lo largo de estos tres años en los que ha conseguido burlar la acción de la justicia. Le preguntan si conoce la sentencia que ha condenado a muerte a sus tres compañeros a lo que responde afirmativamente. Cuenta también que está al tanto de la muerte de su madre, un hecho que se había producido en 1907. El redactor que lo entrevista lo define como un «hombre de abundante cabello rubio, ojos entornados y vulgarote» al tiempo que lo considera como «receloso, cohibido, poco franco, que siempre va mirando hacia atrás».
Condena
Mientras está en la cárcel de Lugo, a sus otros tres compañeros de andanzas y fechorías el Tribunal Supremo les conmutará la pena de muerte a la que habían sido sentenciados por un castigo accesorio de 30 años de cárcel. A partir de ahora, corría el primer semestre de 1909, la causa que se sigue contra «O Calvelo» será conocida como la de «o zoqueiro» en alusión a la profesión del procesado. El juicio en su contra se celebra en junio de 1909. Jesús María Rodríguez Paz cuenta en su contra con el agravante de la fuga, por lo que el fiscal pide que se le condene a muerte, en un florido discurso en el que alude al carácter violento del procesado, añadiendo que le duele mucho el hecho de tener que solicitar la pena capital, no siendo hombre al que le guste solucionar los problemas mediante sentencias tan drásticas.
«O Calvelo» será defendido por el prestigioso letrado lucense de la época Fernández Vivero, quien en descargo de su defendido niega reiteradamente que el mismo tuviese algo que ver con la muerte de José Otero, aunque todas las pruebas, así como las declaraciones de los otros encausados, así lo testifican. Pide la libre absolución alegando, que de las manifestaciones que ha hecho su defendido a los distintos medios de comunicación, se desprende que ni siquiera conocía a los otros tres condenados, a lo que añade que la declaración ante la guardia civil la ha hecho bajo presiones e intimidación.
Al igual que le había sucedido a sus otros tres compañeros, Jesús María Fernández Paz será condenado a muerte por la Audiencia Provincial de Lugo, en sentencia firme hecha pública el 15 de junio de 1909. Pese a ello, obtendrá la gracia del indulto por parte del Tribunal Supremo, una vez que su abogado ha hecho el pertinente recurso. La pena accesoria a la que es condenado es de 30 años de cárcel, parte de los cuales los pasará en la prisión de Ceuta. A partir de su ingreso en la prisión norteafricana se le pierde definitivamente la pista a un escurridizo criminal de principios del siglo XX que atemorizó y llevó el peor de los horrores a una pacífica y tranquila comarca del norte de Lugo.
En la década de los años sesenta del siglo pasado comenzaba a haber «dos Galicias», muy cercanas geográficamente, pero muy alejadas tanto social como económicamente. Aunque la comparación no deja de ser banal y hasta, si se quiere, un poco grosera, a la Galicia de la época le sucedía algo similar a Alemania. El occidente, mucho más litoral, era mucho más próspero que el oriente, interior y con escasísimas comunicaciones con el resto del territorio. Además, cuanto más al suroeste de la región, mucho más se notaban esas diferencias. Los jóvenes de las áreas litorales del suroeste ya se podían permitir el lujo de no emigrar, a diferencia de lo que ocurría con toda la parte interior oriental, que se estaba quedando muy rezagada en relación a sus vecinos del área sudoeste gallega.
A pesar de todo, seguían existiendo por todo el territorio los tradicionales clanes familiares que tanto unían sentimentalmente a los gallegos a su tierra. Y en eso no se diferenciaban para nada los del suroeste de los del nordeste. Quedaban todavía ancestrales prejuicios con relación a determinados aspectos, si bien es cierto que las historias de meigas habían comenzado a desaparecer, aunque todavía quedase alguna señora de sayas largas que tratase de atemorizar a los más pequeños relatando hechos funestos en los que aparecían aquellos míticos y malvados seres que todo lo devoraban con sus hechizos.
El siguiente suceso nos lleva a una preciosa localidad del suroeste, próspera como pocas, debido en parte a la Escuela Naval Militar, que tenía su sede desde 1943 en Marín, época en la que el Gobierno del general Franco decidió trasladar sus instalaciones desde San Fernando, en Cádiz, al municipio gallego que forma parte de la Península del Morrazo. Se podría decir que a lo largo de los últimos tres cuartos de siglo, el nombre de esta localidad ha ido siempre unido al centro de estudios superiores militares.
En aquellos años sesenta, Marín vivía uno de los momentos de mayor esplendor y su progresión continuaba siendo imparable desde hacía dos décadas. Se podría decir que era un pueblo de película, y nunca mejor dicho, ya que las instalaciones navales servirían de escenario para el rodaje de muchos filmes de la época, inspirados en el poder que tenían los militares y la adhesión inquebrantable de las nuevas generaciones a un férreo y contumaz ejército que parecía tener la sartén por el mango en la vida cotidiana de los españoles de entonces.
Un «loco»
En ese excepcional ambiente de optimismo generalizado, a casi nadie se le podría pasar por la imaginación que pudiese acontecer un suceso que empañase el clima de optimismo que reinaba en aquella tierra. El 24 de febrero de 1963 un joven de 20 años, Rogelio Piñeiro Novegil, al que la prensa de la época no dudaba en calificar de «loco» daría muerte a su vecina María Veras Fernández, de 34 años, tras propinarle varias puñaladas en la parroquia de San Xián de Marín. Una vez hubo cometido el crimen escaparía del lugar del suceso sin destino conocido. Al parecer, el muchacho tenía perturbadas sus facultades mentales, tanto volitivas como cognitivas.
Durante varios días Rogelio Piñeiro anduvo vagando por montes y aldeas, probablemente sin comer. Cinco días más tarde de perpetrado el crimen fue detenido en la parroquia marinense de Santo Tomé por agentes de la Guardia Civil, ante quienes confesó ser el autor material de la muerte de María Veras. Dado el estado en que se encontraba, calificado por los medios impresos como de «gran excitación», el joven no aportó muchos detalles en relación al hecho sangriento que había protagonizado días antes, que conmocionaría de sobremanera a un municipio que era muy visitado en aquel entonces por las primeras autoridades políticas y militares de la época.
En el tiempo que estuvo ingresado en prisión, previo al juicio, daría pruebas de su discapacidad psíquica, con grandes alteraciones en su estado de ánimo, prácticamente incapaz de comprender nada ni de mostrar arrepentimiento alguno por la barbaridad que había cometido. El juicio en su contra se celebraría en la Audiencia Provincial de Pontevedra el 28 de enero de 1964. Pese a su evidente y degradado estado personal, las autoridades judiciales no tuvieron clemencia para sentenciarle a muerte, tal y como detallan en el auto hecho público dos días más tarde, acusado de un asesinato a lo que se unía la agravante de haber huido y no entregarse a las autoridades. No se tuvo en cuenta su grave discapacidad que le impedía la correcta percepción de la realidad.
Conocido el veredicto de la sala de lo penal de la Audiencia de Pontevedra, su abogado defensor apeló al Tribunal Supremo, quien ratificaría la sentencia de muerte a que le condenaba la Audiencia de Pontevedra en un auto emitido con fecha del 21 de enero de 1965. Solamente le quedaba la medida de gracia del Consejo de Ministros, quien, en su reunión del 16 de julio de 1965 y, publicada en el Boletín Oficial del Estado de 21 de julio del mismo año, indultaría a Rogelio Piñeiro Novegil. Como pena accesoria, era condenado a 30 años de cárcel.
A mediados de la década de los años cincuenta del pasado siglo todavía seguían notándose en España las duras consecuencias de una terrible guerra civil que se reflejaba en la alargadísima sombra de una posguerra que no acababa de terminar. Cualquier circunstancia o situación era aprovechada por muchos desheredados del mundo para huir de un país en el que no solo se carecía de futuro sino, lo que es mucho peor, de presente y no había lugar a la esperanza. Contaba el famoso verdugo Antonio López Sierra que había aceptado su trabajo, consistente en ejecutar penas de muerte a garrote vil, porque no tenía ni que comer. A ello se unían otras penurias provocadas por un régimen autocrático e inhumano para el que sus ciudadanos no dejaban de ser más que simples estadísticas.
Al desahucio internacional al que había sido sometido el régimen del general Franco, se sumaba la precariedad en la que vivían muchos españolitos de la época, quienes volvían a tener que soportar viejos prejuicios en función del origen o estrato social en el que se habían criado, generando situaciones más propias de mediados del siglo XIX que del pleno siglo XX. Tal estado de cosas debió marcar muy profundamente a los protagonistas de la siguiente historia, dos individuos a los que la suerte no es que les resultara esquiva sino que, directamente, se burló de forma miserable de ambos relegándolos a los lugares más siniestros y turbulentos de aquel difícil mundo en que les había tocado vivir.
En el año 1955 coincidirían trabajando en el municipio de Iza, Victoriano Fernández Prada, un jornalero lucense de unos 30 años, y Mariano Tabar Aranache, un joven navarro de 29 años, que había nacido en un hospicio pamplonés, en el que pasaría gran parte de la vida que tenía hasta aquel entonces. Como todos los de su condición social, el paso por un centro de esas características no solo marcaría sus primeros años, sino el resto de su vida. Tabar Aranache había aprendido las duras lecciones de la escuela de la vida y carecía de cualquier afecto por nada ni por nadie. Incapaz de empatizar con ningún ser humano, era el clásico individuo carente de cualquier tipo de emotividad o afectividad personal. Solo pensaba en el día a día y en poder rapiñar aquello que se ponía a su disposición, circunstancia esta que le acarrearía no pocos problemas con la áspera y cruenta justicia de la dictadura franquista.
Victoriano Fernández tenía la intención de pasar al país vecino, Francia, con el ánimo de labrarse un futuro mejor que le evitase malvivir como le había venido sucediendo hasta entonces, ganando unos salarios de miseria y trabajando de sol a sol allí donde requerían sus servicios. Al parecer, Mariano Tabar se le ofreció a su amigo gallego para cruzar con destino al país galo por algún punto dónde esquivar la estricta vigilancia de fronteras que había en aquel entonces. Asimismo, también él le manifestó su intención de cruzar la línea fronteriza, aunque su objetivo fuese manifiestamente distinto.
Pedrada
A principios de noviembre de 1956 apareció flotando, en aguas del río Ubi, a su pasó por Huarte, el cadáver a quien muchos de sus vecinos reconocieron como el jornalero gallego que andaba trabajando por aquellos lares. Su cuerpo estaba completamente desnudo y presentaba una gran herida en la cabeza. En un principio se pensó que esta se había producido a consecuencia del impacto en su caída a las aguas del cauce fluvial, aunque algo hizo sospechar a los investigadores que no era así. Parece ser que Victoriano Fernández Prada había estado ingresado en un centro sanitario recientemente en el que, supuestamente, habría sido diagnosticado de una enfermedad incurable por lo que tomaría mucha fuerza la hipótesis del suicidio, a lo que se sumaba el carácter un tanto huraño y depresivo de la víctima.
Los agentes de la guardia civil de la zona empezaron a hacer indagaciones e investigaciones en el entorno del fallecido. Pronto se averiguó que los días en los que se produjo el crimen, a principios de noviembre de 1956, se les había visto juntos a Victoriano y a Mariano, lo que hizo centrar las sospechas sobre este último, dados sus antecedentes. Tardaría algo más de cuatro meses en ser detenido, hecho que no se produciría hasta los primeros días de marzo del año 1957, siendo apresado en la localidad ilerdense de Viella, a la que se había desplazado al sentir en la nuca el aliento de los investigadores.
Tras un «hábil interrogatorio», tal como lo define la prensa de la época, Mariano Tabar Aranache se declararía autor de la muerte de Victoriano Fernández Prada. Para ello, utilizó una piedra con la que le propinó un tremendo golpe en la cabeza que le provocaría una hemorragia craneoencefálica, a causa de la cual le sobrevendría la muerte. Según el testimonio del asesino, la agresión se produjo tras una discusión por motivos aparentemente banales. Posteriormente, desnudó el cadáver, se apropió de sus escasas pertenencias y lo tiró al río Ubi.
Segundo crimen
A raíz de esta detención, el autor de la muerte del jornalero gallego también se declararía autor de otro crimen ocurrido en la cercana localidad de Huarte, siendo la muerte de Victoriano Fernández, el segundo crimen que cometía. El primero había tenido lugar en agosto de año 1947. En esa fecha, desapareció un comerciante de la zona llamado Manuel Azpiroz Churrio, de quien no se volvieron a tener noticias. Su desaparición provocaría todo tipo de especulaciones entre el vecindario de la zona, pues se desconocía su posible paradero. Sin embargo, su ausencia había sido a consecuencia de su muerte, la cual se produjo en similares circunstancias a la del jornalero gallego.
Al parecer, Manuel había discutido con su verdugo por el precio de una partida de habas que había adquirido. Este, enfadado con él, le habría propinado una pedrada en la cabeza. Durante algunos días escondería el cadáver en un pajar para, posteriormente, trasladarlo, a un zona boscosa y enterrarlo en medio de unos matorrales. De hecho, casi diez años después, efectivos de la Guardia Civil encontrarían restos humanos en el lugar que les había indicado el asesino.
Mariano Tabar continuaría trabajando durante más de diez años por la misma zona donde había dado muerte al comerciante navarro, aunque debido a su actitud, siendo muy frecuente que se apropiase de distintas cosas, pronto sería despedido, estando encarcelado en más de una ocasión, aunque no llegase a pasar más de un mes ingresado en ningún centro penitenciario.
Condena
En septiembre de 1957 Mariano Tabar tuvo que hacer frente a un juicio en el que se le procesaba por dos asesinatos cometidos ambos con ocho años de diferencia. El fiscal mantuvo una actitud muy dura con aquel individuo que no dejaba de ser un pobre hombre que, además de carecer de oficio ni beneficio, ni siquiera tenía familia conocida. En sus conclusiones finales mantuvo la petición inicial de pena de muerte para el acusado.
El 8 de octubre de 1957 se conocía la sentencia por la que se condenaba a Mariano Tabar Aranache a la pena de muerte. Su abogado defensor recurriría ante el Tribunal Supremo, aunque esta última instancia judicial mantuvo la condena impuesta por la Audiencia de Navarra. Sin embargo, solicitaría un indulto a la Jefatura del Estado, aduciendo las circunstancias personales del condenado, tales como su desarraigo social y personal. El Consejo de Ministros concedería esta medida de gracia al condenado, siendo sustituida su condena por otra accesoria de 30 años de cárcel.
A partir de ese instante se pierde cualquier pista sobre la vida de Mariano Tabar Aranache, que iniciaría un largo periplo por las cárceles españolas en la que, como es de suponer, contactaría de nuevo con esos bajos fondos de personas desheredadas de cualquier esperanza en este mundo como le había ocurrido a lo largo de su penosa y descentrada existencia.
Portada del diario EL IDEAL GALLEGO dando cuenta del trágico suceso
En el año 1974 ya había comenzado el declive tanto político como humano del franquismo. Su único valedor era ya solo el viejo general, quien cada vez se encontraba en un estado más achacoso, tan solo aguardándose a su último estertor. Ya ni siquiera venía de vacaciones al Pazo de Meirás debido al delicado estado de salud que había atravesado en aquel verano, quizás el penúltimo en blanco y negro que vivía la España de la época. Aún así, en aquella contumaz y casi sempiterna dictadura no había nadie que se atraviese a levantar la voz.
Galicia era un territorio que seguía con su eterna retranca y paciencia, solamente esperando verlas venir. Pero nada más. Había comenzado un lento proceso, pero progresivo, de abandono de los grandes municipios rurales del interior de la región que tendría una continuidad más acentuada en las décadas subsiguientes, principalmente en la segunda mitad de los ochenta y a lo largo de los dos últimos lustros del siglo XX. Sin embargo, en aquel territorio, un tanto desangelado que no inhóspito, se seguía malviviendo como hacía muchos años. Seguían llegando las últimas cartas procedentes de América, de aquellos que no habían podido salir de la tormenta que había afectado a los países del cono sur y también del Caribe. Eran una añoranza para los mayores y un descubrimiento para los más jóvenes, quienes tampoco eran capaces de escapar al destino de otras generaciones de gallegos. A ellos también les tocaba marchar de su tierra, aunque su destino no fuesen las Américas sino una renacida Europa, de la que cada año se veían miles de coches de llamativos colores que eran pilotados por una nueva generación de mozos gallegos que habían huido de las penurias que les reservaban sus aldeas de origen.
Las ciudades gallegas seguían con un importante avance tanto económico como social y ya nada tenían que envidiar a otras urbes españolas de la época. Por sus calles y avenidas ya circulaba un denso tránsito rodado que era un fiel reflejo de que el país comenzaba a modernizarse. Aún así eran muchas las personas que preferían el transporte colectivo para desplazarse a sus lugares de trabajo, principalmente aquellos que ya superaban la cuarentena y eran reacios a adquirir un utilitario.
Precisamente un autobús que cubría la ruta entre Meira, Sada, Santa Cruz y A Coruña tendría un fatal accidente el día 3 de octubre de 1974 en la fatídica curva de Casablanca al impactar de frente contra un camión. A consecuencia de este trágico suceso fallecerían un total de seis personas, entre ellas los conductores de ambos vehículos, mientras que medio centenar resultarían heridas de diversa consideración, cuatro de ellas de gravedad.
Fallo mecánico
En torno a las causas del accidente se barajaron en un principio muchas hipótesis. En un principio se atribuyó a un previsible fallo mecánico del autobús, aunque en aquel entonces y atendiendo a su fecha de matriculación, solo contaba con algo más de dos años de antigüedad. Según el testimonio de un conductor que viajaba detrás del autocar, este se zarandeaba bastante hacia ambos lados, dando la impresión que en cualquier momento se podía salir de la vía. Sin embargo, a las autoridades de la época se les pasaba por alto que el lugar del siniestro era un auténtico punto negro en el que ya se habían producido varios accidentes con víctimas mortales desde hacía ya algún tiempo. Por desgracia, este siniestro no sería el último que se producía en tan fatídico lugar.
Los primeros en prestar auxilio a los accidentados fueron los trabajadores de un concesionario de automóviles que se hallaba muy cerca del punto exacto donde se había producido el trágico accidente. De la misma forma, también fue muy importante la colaboración que prestaron muchos conductores que se vieron obligados a detenerse a causa del grave percance que se había producido en la carretera nacional sexta N-VI, ya dentro del casco urbano de la capital herculina.
Por aquel entonces no existían unos equipos de socorro tan avanzados como en la actualidad, viéndose obligados a intervenir el cuerpo de bomberos de A Coruña, quienes, según se relata en la prensa de la época, tendrían que hacer frente a una dantesca y dramática situación. Tanto los fallecidos como los heridos habían quedado atrapados en un impresionante amasijo de hierros en los que se habían convertido las carrocerías de los automóviles involucrados en el siniestro. De hecho, para excarcelar al conductor del camión, que había quedado en el interior de la cabina y que sería una trampa mortal, fue necesaria la intervención de una grúa. El hombre sería rescatado aún con vida, pero en grave estado, falleciendo horas después en un centro sanitario de A Coruña. Como consecuencia del siniestro, el tráfico rodado se vería interrumpido durante varias horas, siendo esta una de las arterias principales de entrada a la urbe herculina.
Curva maldita
El punto kilométrico donde se produjo el siniestro ya se había ganado el apelativo de «maldita» a mediados de los años setenta por los muchos usuarios que diariamente transitaban por ella. Su peralte era demasiado pronunciado, a lo que se unía el hecho de la densidad de su tráfico, cada vez mucho más numeroso al ser una de las principales arterias de A Coruña. No había que remontarse a mucho tiempo atrás para recapitular y encontrar otros graves siniestros en los que habían perecido ya muchas personas. En 1972, hacía tan solo dos años por aquel entonces, habían muerto cinco personas y más de 2o habían resultado heridas en distintos siniestros que habían tenido lugar ese mismo año.
Para desgracia de los muchos conductores que a diario atravesaban la «maldita curva» los siniestros tendrían continuación en años venideros, siendo especialmente trágico de nuevo el año 1976, en el que fallecerían varias personas en distintos accidentes. Y es que hasta que la cifra no se elevó hasta números que parecían inasumibles, no se tomaron las pertinentes medidas que terminasen con una sangría humana que traspasaba ya cualquier límite.
Barrio compostelano de Os Tilos, donde tuvo lugar el macabro crimen
La capital de Galicia en la segunda mitad de los ochenta asistía a un incesante crecimiento demográfico provocado por la expansión de las instituciones autonómicas gallegas que apenas tenían una década de existencia. Era una ciudad básicamente funcional que, a diferencia de lo que ocurre hoy en día, se vaciaba durante los fines de semana, ya que tanto estudiantes como funcionarios abandonaban Santiago con destino a sus muchos lugares de origen en la amplia y diversificada geografía gallega.
El fin de semana era para ir a la aldea, como solía decirse y aún se sigue diciendo. Mientras, en la prensa de la época se sucedían informaciones en torno al escándalo de la concesión ilegal de la empresa de las loterías instantáneas de Galicia, lo que daría al traste con la carrera política del entonces vicepresidente de la Xunta y, en su día, delfín de Xerardo Fernández Albor, Xosé Luís Barreiro Rivas. En esa época se conocen también algunos indicadores acerca de los movimientos migratorios en el país gallego. Los mismos señalan que la tierra de Rosalía ha dejado de ser carne de cañón para la emigración y que ahora es receptor de una cierta masa de emigrantes, que todavía eran mayoritariamente ciudadanos de otras tierras españolas que se asientan en el suroeste de la comunidad, principalmente en Vigo y su área metropolitana, el gran núcleo industrial en torno al cual se vertebra Galicia.
Como ya hemos visto en numerosas ocasiones, hay sucesos que marcan el devenir de una localidad por el impacto que han tenido entre sus habitantes o por la forma en como se han producido, así como también en el estrato social en el que ha tenido lugar. Así sucedía el 4 de abril de 1988 en una conocida urbanización compostelana en la que sus vecinos asistieron aterrorizados al descuartizamiento del cadáver de una mujer por parte de su marido, quien le dio muerte de una forma horrenda.
Esquizofrenia
En esa fecha, Miguel Martínez Martínez, un profesor de enseñanza primaria de 36 años, le daba muerte a su esposa Genoveva Ferreiro Antelo, de 38 años, en el conocido y próspero barrio compostelano de Os Tilos, una urbanización que había crecido en paralelo a la capital gallega y en la que vivían algunas de las más destacadas personalidades de la sociedad de aquel entonces. Este suceso alcanzaría gran notoriedad y difusión en los medios de comunicación españoles por la escabrosa forma en que se produjo, así como por el ritual que llevó a cabo el criminal una vez que hubo acabado con la vida de su esposa.
Según diferentes versiones aparecidas en distintos medios de comunicación, Miguel Martínez podría sufrir una esquizofrenia paranoide que le impedía percibir la realidad de manera normal, a lo que se sumaba que podría haberse encontrado bajo un brote psicótico o en estado de enajenación, si bien es cierto que los psiquiatras que testificaron en el juicio consideraron que hasta entonces el asesino no había dado muestras de tener alterada su conciencia.
Se cuenta también que su esposa Genoveva era una mujer de carácter fuerte, vinculada a la izquierda nacionalista, enfermera de profesión y que ejercía un cierto dominio sobre la situación familiar, tal vez consciente del estado psíquico de su cónyuge, quien había tenido que solicitar numerosas bajas médicas en su labor como docente a consecuencia de episodios depresivos. El último se había producido el año anterior al crimen y había abandonado el tratamiento en las navidades de 1987.
En torno a las dos de la tarde de aquel 4 de abril los vecinos escucharon ruidos en la vivienda de la pareja formada por Genoveva y Miguel, aunque se suponían que era algo normal y natural, pues eran padres de dos niñas de muy corta edad. Una de ellas tenía tan solo cinco años en tanto que la otra era una recién nacida de apenas un par de meses, pues su madre estaba gozando en ese momento de una baja por maternidad.
La alarma estalló entre el vecindario al informarles Genoveva por una ventana que su marido le había clavado un cuchillo y que precisaba ayuda. Al parecer, Miguel ya le había asestado algunas puñaladas que estaban a punto de segarle la vida. Los vecinos pusieron los hechos en conocimiento de las autoridades, quienes retrasaron su llegada al escenario del crimen hasta las tres y cuarto de la tarde de aquel día de primavera.
Panorama espeluznante y macabro
Alrededor de las tres y cuarto de la tarde llamaron a la puerta del piso del matrimonio dos agentes de la policía que se dirigían al lugar de autos alertados por el vecindario para saber lo que ocurría. Sin embargo, el propietario de la vivienda les comunicó que debían esperar un rato, pues «todavía no había concluido con su trabajo». Lo que menos esperaron los agentes fue encontrarse con un cadáver completamente ensangrentado y descuartizado. Previamente ya se habían horrorizado al contemplar a Miguel Martínez al abrirles la puerta con su camisa y su pantalón completamente empapados en sangre, tal cual fuese un carnicero.
Les dijo también que lo podían detener pues ya había terminado con su labor. Esta, después de haber dado muerte a su esposa, habría consistido en extraerle algunos órganos de su cuerpo, entre ellos algunas vísceras tales como un pulmón y el corazón. Declararía posteriormente que nunca había imaginado que su esposa, a quien el consideraba que estaba poseída por alguna deidad satánica, tuviese sangre. Se imaginaba, siempre según el relato de los hechos que hizo en el juicio que se siguió en su contra, que de su cuerpo saldría algún líquido viscoso de color verde. Además, la operación de descuartizamiento de Genoveva Ferreiro la había practicado en presencia de su hija mayor que tan solo contaba con cinco años.
El juicio, que se celebraría justo un año después de haber perpetrado el horrendo crimen, prometía ciertas emociones, incluso más fuertes de lo que algunos podrían imaginar. Miguel Martínez había estado ingresado todo ese tiempo en el hospital psiquiátrico de Conxo, en Santiago de Compostela. Los distintos médicos que habían examinado al descuartizador coincidieron en señalar que no había padecido ningún episodio de esquizofrenia ni antes ni después de haber perpetrado aquel execrable crimen, si bien es cierto que apuntaron que este -con carácter agudo- podría haberse producido en el momento en el que cometió su horripilante carnicería. El criminal declaró ante el juez que había hecho aquello por el bien de sus hijas, pues consideraba que «su ex mujer», así se refería él a Genoveva Ferreiro, estaba poseída por el demonio.
Las peticiones iniciales de condena del fiscal variaría considerablemente al conocer los informes de los distintos especialistas forenses que examinaron a Miguel Martínez. El fiscal, que en un principio solicitaba 20 años de prisión y 20 millones de pesetas(120.000 euros) para las hijas de la víctima, solicitaba ahora el internamiento del criminal en un centro psiquiátrico durante el tiempo que se estimase conveniente, al aceptar la enajenación mental completa del acusado. No era de la misma opinión la acusación particular, quien se reafirmaba en su petición de 30 años de cárcel y la indemnización de 20 millones de pesetas para cada una de la hijas de la víctima al considerar que el reo había cometido un asesinato con las agravantes de premeditación, alevosía y parentesco.
El 7 de abril de 1989 se hace pública la sentencia en la que se absuelve a Miguel Martínez Martínez del delito de parricidio al aceptarse la eximente completa de enajenación mental transitoria. Se considera que el condenado se encontraba con sus facultades volitivas e intelectivas completamente anuladas. Se le condenaba al cumplimiento de su pena en un centro psiquiátrico a fin de poder tratar su enfermedad. Aún así debía indemnizar a sus dos hijas con cinco millones de pesetas (30.000 euros) a cada una.
Piso maldito
La vivienda en la que se produjo el tétrico crimen se convertiría en una casa maldita y serían varias las empresas inmobiliarias que trataron de venderla, pero sin éxito. Había salido a subasta pública por algo más de cinco millones de pesetas a finales de la década de los noventa, pero eran muchos los pujadores que se volvían atrás una vez que eran informados de lo que había ocurrido en el siniestro piso. Además, tampoco era aceptado para alquiler una vez que se conocían sus detalles.
Respecto de Miguel Martínez, ahora, si es que vive, tendría en torno a unos 67 años. No hay ninguna pista suya al respecto. Todas ellas se pierden en la noche de los tiempos desde el instante en que fue condenado a la reclusión en un centro psiquiátrico, ya que es el lugar más apropiado para un hombre de sus características. El célebre abogado y político gallego Manuel Iglesias Corral decía que estos individuos, en referencia a uno que acusó en un juicio, reincidirían de nuevo en su conducta si salían a la calle, tal y como ocurrió con el que él acusaba. Que se sepa, este no ha reincidido. Pero es mejor que esté a buen recaudo.
Sus hijas, una de las cuales era una recién nacida, se criaron al margen de su progenitor, quien estaba recluido en un centro psiquiátrico. Si bien es cierto que cabría preguntarse si la niña que contempló la carnicería de su padre tiene alguna secuela del suceso. Lo mejor sería que no tuviese ningún macabro recuerdo de un triste acontecimiento que marcó profundamente a una tierra, como la gallega, que en aquel momento trataba de asimilar la terrible matanza que tan solo tres semanas antes había tenido lugar en la localidad lucense de Chantada, donde un vecino suyo, Paulino Fernández, había dado muerte a siete personas y posteriormente se había suicidado incendiando la casa en la que vivía.
Los años previos a la Guerra Civil española, el puerto de A Coruña era una de las paradas obligadas rumbo a tierras americanas. A mediados de la década de los años 30 del siglo pasado la emigración a Cuba sufrió un espectacular frenazo a consecuencia de la crisis que padecía el país caribeño, motivada por la recesión mundial de 1929 y a los sucesivos ciclones que habían barrido la isla en cuestión de un lustro. Aún así, las arribadas al puerto coruñés de grandes navíos con destino a las Américas continuaban siendo constantes. Se decía que, como consecuencia de las mismas, en la ciudad herculina se daban cita todo tipo de personas, algunas de las cuales dejaba mucho que desear su reputación.
Uno de los muchos que llegaron en aquel entonces a la ciudad gallega más grande en aquel entonces fue un hombre que se llamaba Vicente Echevarría, a quien apodaban «El Montañés» por ser originario de Cantabria, dónde vivían tanto su madre como algunos de sus hermanos. Era un joven de 27 años que había sido expulsado de Cuba a consecuencia de su reiterado comportamiento delictivo. Las autoridades de la isla decretaron su expulsión tras haber perpetrado varios robos así como supuestamente haberse dedicado a actividades de proxenetismo, muy habituales, por otra parte, en la antigua «Perla del Caribe».
La prensa de la época califica su vida de «equivocada» cuando no de «disoluta» por haberse metido en más de una ocasión en camisas de once varas. «El Montañés» cuando llegó a la ciudad herculina se hospedó en casa de su novia, una joven trabajadora que residía en la ciudad vieja. Sin embargo, el pronto tomaría contacto con los bajos fondos de la ciudad, dedicándose a las más variopintas actividades, aunque ninguna de ellas considerada normal para la época, ni mucho menos honrada. Carecía de oficio ni beneficio por lo que se dedicó a estafar a muchos incautos con el juego de las tres cartas y también con el timo de la estampita.
En su vida diaria contactaría con un individuo que se llamaba Gaspar López, de quien se decía que era expósito, es decir, que había sido hijo de una mujer soltera. En esos tres meses asaltaron algún negocio de los cantones coruñeses, siendo detenido Vicente Echevarría en alguna ocasión, si bien es cierto que no pasó de pernoctar más de una noche en el calabozo del cuartel de la guardia civil.
Tresbalazos
Los medios impresos de la época, que achacaron su asesinato a su forma tan estrambótica de tomarse la vida, daban cuenta de que se había hallado su cadáver en las inmediaciones de la Torre de Hércules, presentando tres disparos de bala de un arma corta en el pecho y también en el rostro, además de diversos cortes y magulladuras en la cara y otras partes de su cuerpo. Según los dictámenes de los forenses, Vicente Echevarría había luchado en su intento de salvar la vida contra sus agresores, aunque al ir ellos provistos de un arma de fuego, nada pudo hacer este último por salvar su vida.
La policía inició sus indagaciones por los círculos en los que se movía «El Montañés», siendo inmediatamente detenido su amigo Gapar López, así como otro hombre que se llamaba Alfredo Riego, con quien, al parecer, la víctima había contraído algunas deudas. Sin embargo, ninguno de los dos resultó ser el autor del crimen que le había costado la vida al ciudadano cántabro.
Días más tarde fue detenido un conocido delincuente que se llamaba Juan Rivas Otero, natural de la parroquia de Alvedro, en Culleredo. Este último se declaró autor material de la muerte de Echevarría, en compañía de Alfredo Riego. Al parecer, el móvil del crimen se debería a un ajuste de cuentas entre la víctima y sus asesinos, motivado por las deudas que tenía contraídas con Riego y Rivas Otero.
En el mes de enero de 1936 se celebró en la Audiencia Provincial de A Coruña el juicio contra los supuestos asesinos de Vicente Echevarría. Alfredo Riego sería condenado a seis años de prisión al ser considerado cómplice del asesinato, además de intervenir previamente en la pelea a consecuencia de la cuál la víctima presentaba varios cortes y heridas en su rostro. El principal acusado Juan Rivas Otero sería condenado a 30 años de cárcel. Sin embargo, a consecuencia del levantamiento militar de ese mismo año, se desconoce la suerte que correrían ambos individuos, ya que en julio 1936 salieron muchos presos de las cárceles al declararse el estado de guerra.
La última década del siglo XX se presentaba como «lo nunca visto». Parecía que se iniciaba el camino hacia un nuevo siglo y un nuevo milenio en lo que todo iba a cambiar de manera formidable y excepcional, en la que los avances tecnológicos iban a desempeñar una función fundamental en un futuro próximo. Nada sería imposible en los siguientes diez años y sucesivos en los que parecía adivinarse un futuro muy prometedor y cargado de venturas. La realidad sería completamente distinta, ya que tras los fuegos de artificio que adornaron el año 1992 llegaría la subsiguiente resaca con una monumental crisis económica que, una vez más, haría temblar los cimientos que se habían construido alrededor de un castillo de naipes.
En aquel entonces, las autovías eran más bien escasas en Galicia y por sus principales núcleos de población seguían atravesando las míticas carreteras nacionales, que absorbían una gran cantidad de tráfico. A veces demasiado. Era muy frecuente que en verano se produjesen infinidad de atascos en puntos conflictivos cuyo destino solían ser las muchas playas y áreas estivales que hay en Galicia. Una de las zona más perjudicadas siempre era la costa lucense, que veía como para llegar a ella había que atravesar angostas y empinadas carreteras a lo que solía añadirse una elevada cifra de vehículos agrícolas, cada vez más numerosos, pese a que todavía no habían desaparecido los de tracción animal, aunque comenzaba a resultar ya pintoresco contemplar al tradicional carro del país cuyo eje seguía entonando aquella dulce y melódica sintonía que se ha convertido en todo un himno de tiempos pasados, hacia los que se mira con cierta nostalgia no exenta de una cándida sonrisa.
En ese mundo en el que lo moderno iba superando con creces a lo antiguo, en el año 1990 se producirían una serie de siniestros que escribieron una página negra en la comarca chairega, tanto por el número de víctimas como por la continuidad que tuvieron. En tan solo seis meses, un total de 15 personas perecerían tanto en las carreteras como en algún que otro accidente laboral, dejando tras de si una impresionante huella de dolor.
En la antigua Volta de Ramil, en el municipio de Begonte, tuvo lugar un desgraciado suceso el 29 de abril de 1990 al producirse una colisión frontal en la que perecerían seis personas como consecuencia de la misma a primeras horas de la mañana de aquella fatídica jornada. El choque entre vehículos se produjo en el momento en el que un automóvil todoterreno, a bordo del cual viajaban dos personas, enfiló con demasiada velocidad la pronunciada curva con dirección a Ferrol. En sentido contrario venía otro coche, de la marca alemana Mercedes Benz y conducido por un taxista de Viveiro. Este último, en el que viajaban cuatro personas, no pudo evitar la colisión con el todoterreno, quien ya estaba fuera de control de su conductor, impactando ambos en la parte más pronunciada de la curva. A consecuencia de este fatal siniestro perecerían todas las personas que en él se vieron involucrados.
Accidente múltiple en Goiriz
Apenas unos meses más tarde, concretamente el 12 de agosto, la parroquia vilalbesa de Goiriz sería escenario de otro impactante siniestro en el que se verían involucrados tres vehículos, en un clásico domingo estival, en el que los vecinos ni siquiera podían cruzar la calzada de un lado a otro debido a la infernal cantidad de tráfico que circulaba por la vieja carretera Nacional N-634. En aquella jornada un Renault-21, conducido por José Valea Pereira, de 55 años, natural de Lugo y que moriría en el acto, impactaría de forma frontolateral contra otros dos coches, uno de los cuales iba en dirección contraria, mientras que el otro llevaba la misma trayectoria que el causante del accidente.
El mencionado vehículo envistió de manera frontal contra un Fiat-1 en el que viajaba una familia que sería la más perjudicada del siniestro, pues perecerían sus cinco ocupantes, entre ellos dos niños de siete y nueve años, además de dos adolescentes. De la misma forma también perdería la vida la conductora de este utilitario Raquel Fernández Limerez, una gallega de 36 años de edad residente en Barcelona. En el siniestro en el que también se vio involucrado un tercer vehículo, un Opel Kadett, cuyos ocupantes resultarían heridos de gravedad, aunque, por fortuna consiguieron salvar sus vidas.
Sin embargo, la nómina de accidentes mortales de aquel aciago año de 1990 no terminaría con la catástrofe de Goiriz. Tendría su seguimiento en aquel trágico mes de agosto en las carreteras de la comarca de Terra Chá. Unos día más tarde fallecería en otro terrible siniestro un joven que iba en motocicleta en la madrugada de uno de los clásicos días de marcha, muy cerca de la instalaciones hoteleras que se levantan en la Avenida de Terra Chá.
Cuando los vecinos de esta concurrida avenida vilalbesa todavía no se habían recuperado del accidente mortal, apenas un mes más tarde, concretamente el 20 de agosto de 1990, un coche atropellaba a una anciana de 76 años frente mismo al conocido hotel que se encuentra instalado en la misma avenida. Al parecer, la mujer cruzó la carretera, muy concurrida de vehículos y sin ninguna medida de seguridad, sin percatarse de la presencia de un automóvil, cuyo impacto le hizo perecer en el acto.
Accidente laboral
Como quien no quiere la cosa, los accidentes de tránsito tuvieron su continuidad en un siniestro laboral a escasos días de haberse producido el último. Este tuvo lugar en la parroquia vilalbesa de San Mamede de Oleiros. Un joven de unos 25 años fallecería al desplomarse parte de la tierra sobre su cuerpo cuando se encontraba haciendo un pozo para abastecerse de agua. La víctima de este siniestro, que era hijo único, había contraído matrimonio hacía muy poco tiempo y dejaba huérfano un niño de apenas unos meses de vida.
Memorial en recuerdo de los fallecidos en el trágico accidente
Viajar a la Galicia de la década de los cincuenta es como viajar a otro país completamente distinto que, poco o nada, guarda relación con el actual territorio gallego. Era una región muy deprimida, con escasas comunicaciones, donde la única salida que les esperaba a los más jóvenes era una eterna e injusta emigración. Estaban cambiando sustancialmente los lugares de destino de los gallegos, pero no el sino con el que habían nacido. Además, era un territorio inmensamente rural muy poco evolucionado, con ancestrales técnicas de cultivo carentes de cualquier mecanización moderna.
Los índices de desarrollo humano seguían siendo bajísimos, similares a tiempos anteriores a la Guerra Civil. A todo ello se unía una contumaz dictadura que impedía una mínima evolución humana y profesional que repercutía muy directamente en una sociedad que apenas progresaba. Para subsistir había que trabajar mucho y muy duro alcanzando muy bajos rendimientos. Solo aquellos que se servían de la picaresca, entre ellas el contrabando, conseguían burlar un destino que parecía darles la espalda a aquellos paisanos de la esquina verde peninsular que se conformaban con poco, o por decirlo claramente, muy poco.
El tradicional lugar de negocios, que hoy está muy devaluado, solían ser las ferias y mercados a donde se desplazaban ingentes cantidades de personas a efectuar transacciones con sus productos, mayoritariamente agrícolas y ganaderos, siendo los eventos comerciales por excelencia de una época bastante infame en la que solo vivían dignamente unos pocos. A uno de esos eventos se dirigía un autocar que, habiendo salido de la localidad de Ponteareas, se dirigía hacia Porriño en la mañana de un sábado, 26 de febrero de 1955, pereciendo un total de 31 personas por carbonización al incendiarse el autobús en que viajaban.
Choque
Nunca se aclararon realmente las circunstancias de aquel trágico suceso o, tal vez, no interesó aclararlas, aunque según informaciones recogidas de la prensa de la época el autocar, al llegar a una fatídica curva, impactó contra una piedra de enormes dimensiones en la zona aledaña a la escuela de la parroquia de Cans, en O Porriño, volcando sobre la única puerta de la que entonces disponía el autocar, que todavía carecía de salida de emergencia. Inmediatamente se produjo una especie de explosión que provocaría el incendio del vehículo pereciendo abrasados una gran parte de sus ocupantes. Al producirse el siniestro en las inmediaciones de un centro escolar, los niños fueron testigos presenciales de como el fuego acaba con la vida de las personas que iban a bordo del autobús.
Al igual que en todas las tragedias, y mucho más en aquella época, la actitud de los vecinos fue fundamental para socorrer a las víctimas, destacando en este caso el maestro de Cans, Carlos Díaz Álvarez, quien fue el primero en personarse en el lugar del accidente. El docente rompería el parabrisas del autocar y así permitió la salida del conductor, Antonio González Caballero, quien sería detenido e incomunicado. Además de esta persona, salvaron la vida otras 16 más, aunque ocho resultarían gravemente heridas. Una mujer gravemente herida, a la que se añadían múltiples quemaduras, fallecería días más tarde en un centro sanitario.
Los cadáveres de los fallecidos fueron expuestos en una finca próxima al lugar de los hechos para que sus familiares pasasen a identificarlos para posteriormente darles sepultura. En este sentido destaca el hecho que de la parroquia de Budiño, perteneciente al municipio pontevedrés de Porriño, fallecieron un total de doce personas en este siniestro. El resto de personas que habían perdido la vida eran de Redondela, Ponteareas y Pontevedra.
Las indemnizaciones por cada fallecido en este siniestro serían muy exiguas, incluso para la época, pues solamente alcanzaban las 60.000 pesetas(360 euros). En este sentido cabe destacar que también recibieron una cantidad de 250 pesetas (1,5 euros), las personas que ayudaron en la excarcelación de heridos y fallecidos. Como homenaje póstumo a quienes perdieron la vida en este trágico accidente se levantaría años más tarde una pequeña lápida en recuerdo y honor de quienes perdieron la vida en un siniestro que marcaría para siempre a la parroquia de Cans, mucho más que su ya tradicional festival de cine. No es para menos.