El vampiro de Avilés
Hace más de un siglo, la medicina todavía gozaba de una gran precariedad. Los limitados avances médicos de aquel entonces estaban al alcance de muy pocos. A todo ello se añadía que una gran parte de las gentes de la época se inclinaban antes por terapias tradicionales que las que dictaban los todavía escasos galenos que ejercían su labor a lo largo de toda la geografía en una época en la que no faltaban enfermedades e infecciones ante las que sucumbían una gran parte de los afectados. Una de esas enfermedades era la tisis, que se había convertido prácticamente en una sentencia de muerte para todos aquellos que llegaban a contagiarse.
Además de las dolencias propiamente dichas, se sumaban las ingentes necesidades que sufría una gran parte de la población, lo que provocaba que esta se diezmase a consecuencia de masivas emigraciones a América, principal lugar de destino de miles de gallegos y asturianos que se decidían a cruzar el Océano Atlántico. Esta terrible historia tiene su origen precisamente en tierras cubanas, uno de los lugares por muchos hombres y mujeres que se decidían a abandonar el país en busca de una prosperidad que se les negaba en su tierra de origen.
A Cuba llegaría, como tantos otros, en la segunda década del siglo XX Ramón Cuervo en la búsqueda de fortuna, que era prometida a bombo y platillo por las grandes compañías navieras que cubrían las rutas entre España y el nuevo mundo, aunque quien verdaderamente hacía fortuna eran los propietarios de aquellos impresionantes buques que se fletaban con destino a las Américas. El resultado final nada tenía que ver con las promesas iniciales, que se convertían en la mayor parte de los casos en agua de borrajas.
En América la vida no era jauja y había que tratar de sol a sol. Los gallegos se ganarían el mote de «comemierdas» por parte de los nativos de la isla antillana. Al igual que sucedía en España, también allí se sufrían enfermedades y los remedios tampoco existían. Eso le sucedió a Ramón Cuervo, quien, con apenas 22 años, contempló sangre en una de las flemas que había escupido, a lo que se unía un cierto cansancio en el duro trabajo que desarrollaba, por lo que decidió acudir a los médicos cubanos para que le facilitasen algún antídoto contra la enfermedad que padecía. El diagnóstico no pudo ser más desolador para aquel rudo y combativo emigrante. Sufría tuberculosis o tisis, lo que significaba poco menos que una sentencia de muerte en una época en la que todavía no se había descubierto ningún fármaco eficaz para tan cruel enfermedad que solía llevarse a una gran parte de la población joven. Los galenos le aconsejaron que permaneciese en la isla, pues el clima seco se suponía que le favorecería. Sin embargo, estar en Cuba sin trabajar tenía muchos costes para un emigrante joven que había ido en la búsqueda fortuna.
Un santero negro
En su desesperación, el emigrante asturiano acudió a un santero negro antes de regresar a su Asturias natal con la intención de que este le aconsejase algún remedio con la finalidad de evitar una muerte más que seguro en un espacio breve de tiempo. Este tipo de profesionales, que carecían de cualquier conocimiento científico al igual que la totalidad de curanderos y sanadores que pululan por toda nuestra geografía, le propuso una macabra solución, muy similar a la que facilitaban otros en la España de entonces, y que tendría unos resultados fatales, no solo para los enfermos sino para terceras personas, siendo esto lo verdaderamente grave.
La solución ofrecida por el «profesional» de la santería consistía en beber sangre caliente de un niño en el preciso instante en que esta saliese de su cuerpo. Con el billete en la mano, Ramón regresaba en el año 1917 a su Avilés natal con la clara intención de llevar a efecto la milagrosa receta que le habían ofrecido allende los mares. Al parecer, el conocido como «el vampiro de Avilés» habría intentado previamente engañar a algún que otro niño antes de asesinar a su víctima, pero sin los resultados deseados, pues todos ellos «por miedosos» declinaron la invitación y las propinas que les ofrecía el tísico emigrante.
Sin embargo, el 18 de abril de 1917 un crío de unos ocho años, Manolín Torres Rodríguez, aceptó ir con él a cambio de un real. Se encontraba jugando junto a otros tres niños en la plaza de la iglesia de la Magdalena. El astuto criminal le preguntó por la mantequería que regentaban sus padres. El pobre muchacho asintió con la cabeza y aceptó la exigua y envenenada propina que le había ofrecido aquel hombre. Se dirigió caminando con la cabeza bajada a cumplir con la tarea, aunque nunca llegaría al destino, pues el «vampiro» en un momento dado le dio a oler su pañuelo, mojado con cloroformo, para neutralizar cualquier acción a la pobre criatura. Aprovechando la inconsciencia provocada por la sustancia química, Ramón Cuervo le daría un navajazo en el pescuezo al pequeño, al tiempo que bebía su sangre que, como quedaría demostrado, no sería ninguna pócima milagrosa.
Azarosa búsqueda
A las ocho de la tarde del día de autos, cuando el sol ya había declinado, el padre de Manolín, que ya había regresado de su trabajo, llama insistentemente por su hijo. Lo mismo hace una vecina que se pierde en gritos llamando por la criatura. Todo les resulta muy extraño, pues el crío es un muchacho cumplidor y acataba siempre sin rechistar las órdenes de su padre. Pero, ese día algo grave habría ocurrido para no aparecer la criatura.
La búsqueda es infructuosa y el pobre niño no aparece por ninguna parte. A consecuencia de su desaparición, sus padres deciden poner el hecho en conocimiento de las autoridades para dar con el paradero del pequeño. Sin embargo, será su propio padre quien encuentre el cuerpo sin vida del chaval en un paraje conocido como La Trabuya, horas después del amanecer de la jornada siguiente a su desaparición. El niño ya había perdido el color en sus mejillas. A todo ello se unía el hecho que -según el dictamen de los forenses-, había perdido varios litros de sangre, tal y como declararía al juez el incriminado cuando le hizo la pertinente confesión.
Todas las hipótesis de la autoría del crimen señalan a Ramón Cuervo como autor del mismo, pues han sido varios los vecinos los que le habían visto en la tarde anterior con él. Pese a todo, se mantuvo firme en su posición en el interrogatorio, negando de forma reiterada que tuviese algo que ver con la muerte del crío. Fue necesaria la declaración de cuatro testigos para inculparle, además de los otros dos niños que jugaban con Manolín Torres. Por otra parte, los investigadores autorizaron la realización de la prueba de heces, todavía en estado experimental, pero que arrojaría un resultado abrumadoramente positivo, solamente explicable por la ingestión masiva de sangre.
Finalmente, con todas las pruebas en su contra, Ramón Cuervo se vendría abajo y terminaría declarando su culpabilidad ante el juez. Manifestaría que una vez que había asesinado al muchacho, se fue a pasar la noche en una pensión de Llano Ponte «tranquilo. Lleno de vida» o eso al menos le parecía a él. A partir de su inculpación y posterior traslado a la prisión de Oviedo, el 12 de mayo de 1918, se le pierde definitivamente la pista a un energúmeno que provocó una monstruosa tragedia, aconsejado por quien carecía de cualquier conocimiento sobre la salud humana. La cura definitiva de la tuberculosis todavía tardaría casi tres décadas en llegar. Mientras tanto, se siguieron produciendo algunos hechos similares al acontecido en Avilés por toda la geografía peninsular.
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