De todos es sabido que las herencias en Galicia han provocado de siempre más de un disgusto y, en muchos casos, se han resuelto de forma trágica puesto que en ellas se dilucidaba algo más que el simple valor de la propiedad de unas tierras o unos inmuebles. También en ellas estaba en juego un falso honor, así como también el hecho de demostrar a amigos y conocidos quien verdaderamente lideraba el clan familiar. Hasta ha corrido sangre en más de una ocasión por razones de algún patrimonio o por la simple circunstancia del cambio de marcos de algunas fincas con las que se pretendían apoderar de apenas unos metros cuadrados cuyo valor es muchas veces exiguo, por no decir que no valen absolutamente nada, máxime en los tiempos actuales en los que el rural gallego corre el serio riesgo de una absoluta despoblación, tanto por el envejecimiento masivo de sus moradores como por la baja tasa de fecundidad, a lo que se suma la forzada marcha del mismo de las últimas generaciones.
El siguiente suceso ocurrió en la primera mitad de los años sesenta, en un tiempo en el que los gallegos ya habían dejado de emigrar a América. Ahora su destino era la próspera Europa que había emergido como un ciclón tras la Posguerra mundial. Sin embargo, Galicia continuaba siendo una tierra atrasada que, como decía Valentín Paz Andrade, perdía una importante mano de obra por la constante marcha de sus hombres en la plenitud de sus vidas. Todavía quedaban amplias capas del mundo rural sin electrificar. Ni que decir tiene que sus infraestructuras eran propias de otros tiempos.
Los gallegos seguían transitando por los mismos caminos que los habían hecho generaciones de hacía un siglo o incluso más, comúnmente conocidos como corredoiras, que eran viales empedrados, estrechos, sin pavimentar y muy abruptos que en los largos y lluviosos inviernos solían enfangarse a rebosar, quedando algunos de ellos completamente intransitables. A diferencia de lo que sucede en la actualidad, más de la mitad de la población gallega vivía en un basto territorio rústico de una agricultura de subsistencia en la que predominaba el minifundio, uno de los principales responsables de algunos hechos sangrientos que tuvieron lugar en el país gallego a lo largo de su historia. En el siguiente suceso se aúnan en si los problemas de carácter patrimonial propiamente dichos y las eternas dificultades que planteaban unas minúsculas y reducidas parcelas a las que apenas se les podía sacar el rendimiento deseado a lo que se unía una total ausencia de mecanización.
El 10 de agosto de 1962 en la parroquia de Bendoiro, en el municipio pontevedrés de Lalín, Manuel Núñez Villar, de 43 años, daría muerte a su hermano José, de 40 años, a consecuencia de las constantes disputas que mantenían por la herencia familiar. El autor del crimen disparó varios veces contra su familiar, tras haber discutido por la propiedad de unas fincas que, según afirmaba el criminal, le pertenecían a él, aunque, según algunos indicios, sus progenitores no habían realizado el oportuno testamento. De la crueldad del crimen, da cuenta el hecho en si mismo, ya que después de haberle alcanzado con varios disparos en distintas partes del cuerpo, Manuel se ensañó con su víctima propinándole varios cortes con una hoz que terminarían con la vida de José Núñez Villar.
Detención
Tras haberse perpetrado el hecho sangriento, los vecinos informaron a la Guardia Civil de lo sucedido que inmediatamente procedió a la detención del presunto asesino. El suceso provocaría una gran consternación en aquel entorno rural, muy pacífico y hasta un tanto monótono como la práctica totalidad del campo gallego, pero que cuando se desata una tragedia parece que se derrumba ese tranquilo mundo que se ha ido levantando a lo largo de décadas.
Después del suceso, llegaban las múltiples lamentaciones, aunque había vecinos que aseguraban que se podría vislumbrar un trágico final a la difícil y tensa relación que mantenían ambos hermanos. Como resultado del mismo, se produjo una gran brecha familiar, ya que unos apoyaban a uno y otros a otro, aunque es difícilmente imaginable que se pudiese justificar un hecho sangriento como el que había ocurrido. Pero no sería la primera vez que se culpa a la víctima de haber provocado su triste final, tal y como ha ocurrido incluso cuando han tenido lugar algunos crímenes múltiples.
Para el vecindario de Bendoiro, el suceso marcaría a varias generaciones, que todavía hoy en día se muestran remisas a hablar de este hecho, tanto por tratarse de un vecino como del supuesto estigma que -piensan- ha recaído sobre un entorno rústico poco propicio a que sucedan hechos sangrientos, pero en los que, a veces, la convivencia se puede volver harto complicada.
Condena
Manuel Núñez Villar sería juzgado en febrero de 1963 acusado de asesinato con alevosía, aunque su abogado defensor argumentó en favor de su cliente que este había sufrido una enajenación mental transitoria, a lo que se añadía la supuesta provocación de la que habría sido objeto por parte de su víctima. Además, expuso también como atenuante el arrepentimiento espontáneo de su defendido.
El ministerio fiscal mantuvo sus tesis iniciales y solicitó una pena de 30 años de reclusión mayor, así como una indemnización de 300.000 pesetas para los herederos del finado, además de solicitar una orden de destierro de diez años, una vez cumplida la pena carcelaria.
Finalmente, la sentencia condenaría a Manuel Núñez Villar a 20 años de arresto mayor y a indemnizar con 150.000 pesetas a los familiares de su hermano José. Asimismo, se le imponía una pena de destierro que en este caso se reducía a tan solo tres años, una vez cumplido el tiempo que debería permanecer en prisión.
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