El crimen de San Xián de Marín
En la década de los años sesenta del siglo pasado comenzaba a haber «dos Galicias», muy cercanas geográficamente, pero muy alejadas tanto social como económicamente. Aunque la comparación no deja de ser banal y hasta, si se quiere, un poco grosera, a la Galicia de la época le sucedía algo similar a Alemania. El occidente, mucho más litoral, era mucho más próspero que el oriente, interior y con escasísimas comunicaciones con el resto del territorio. Además, cuanto más al suroeste de la región, mucho más se notaban esas diferencias. Los jóvenes de las áreas litorales del suroeste ya se podían permitir el lujo de no emigrar, a diferencia de lo que ocurría con toda la parte interior oriental, que se estaba quedando muy rezagada en relación a sus vecinos del área sudoeste gallega.
A pesar de todo, seguían existiendo por todo el territorio los tradicionales clanes familiares que tanto unían sentimentalmente a los gallegos a su tierra. Y en eso no se diferenciaban para nada los del suroeste de los del nordeste. Quedaban todavía ancestrales prejuicios con relación a determinados aspectos, si bien es cierto que las historias de meigas habían comenzado a desaparecer, aunque todavía quedase alguna señora de sayas largas que tratase de atemorizar a los más pequeños relatando hechos funestos en los que aparecían aquellos míticos y malvados seres que todo lo devoraban con sus hechizos.
El siguiente suceso nos lleva a una preciosa localidad del suroeste, próspera como pocas, debido en parte a la Escuela Naval Militar, que tenía su sede desde 1943 en Marín, época en la que el Gobierno del general Franco decidió trasladar sus instalaciones desde San Fernando, en Cádiz, al municipio gallego que forma parte de la Península del Morrazo. Se podría decir que a lo largo de los últimos tres cuartos de siglo, el nombre de esta localidad ha ido siempre unido al centro de estudios superiores militares.
En aquellos años sesenta, Marín vivía uno de los momentos de mayor esplendor y su progresión continuaba siendo imparable desde hacía dos décadas. Se podría decir que era un pueblo de película, y nunca mejor dicho, ya que las instalaciones navales servirían de escenario para el rodaje de muchos filmes de la época, inspirados en el poder que tenían los militares y la adhesión inquebrantable de las nuevas generaciones a un férreo y contumaz ejército que parecía tener la sartén por el mango en la vida cotidiana de los españoles de entonces.
Un «loco»
En ese excepcional ambiente de optimismo generalizado, a casi nadie se le podría pasar por la imaginación que pudiese acontecer un suceso que empañase el clima de optimismo que reinaba en aquella tierra. El 24 de febrero de 1963 un joven de 20 años, Rogelio Piñeiro Novegil, al que la prensa de la época no dudaba en calificar de «loco» daría muerte a su vecina María Veras Fernández, de 34 años, tras propinarle varias puñaladas en la parroquia de San Xián de Marín. Una vez hubo cometido el crimen escaparía del lugar del suceso sin destino conocido. Al parecer, el muchacho tenía perturbadas sus facultades mentales, tanto volitivas como cognitivas.
Durante varios días Rogelio Piñeiro anduvo vagando por montes y aldeas, probablemente sin comer. Cinco días más tarde de perpetrado el crimen fue detenido en la parroquia marinense de Santo Tomé por agentes de la Guardia Civil, ante quienes confesó ser el autor material de la muerte de María Veras. Dado el estado en que se encontraba, calificado por los medios impresos como de «gran excitación», el joven no aportó muchos detalles en relación al hecho sangriento que había protagonizado días antes, que conmocionaría de sobremanera a un municipio que era muy visitado en aquel entonces por las primeras autoridades políticas y militares de la época.
En el tiempo que estuvo ingresado en prisión, previo al juicio, daría pruebas de su discapacidad psíquica, con grandes alteraciones en su estado de ánimo, prácticamente incapaz de comprender nada ni de mostrar arrepentimiento alguno por la barbaridad que había cometido. El juicio en su contra se celebraría en la Audiencia Provincial de Pontevedra el 28 de enero de 1964. Pese a su evidente y degradado estado personal, las autoridades judiciales no tuvieron clemencia para sentenciarle a muerte, tal y como detallan en el auto hecho público dos días más tarde, acusado de un asesinato a lo que se unía la agravante de haber huido y no entregarse a las autoridades. No se tuvo en cuenta su grave discapacidad que le impedía la correcta percepción de la realidad.
Conocido el veredicto de la sala de lo penal de la Audiencia de Pontevedra, su abogado defensor apeló al Tribunal Supremo, quien ratificaría la sentencia de muerte a que le condenaba la Audiencia de Pontevedra en un auto emitido con fecha del 21 de enero de 1965. Solamente le quedaba la medida de gracia del Consejo de Ministros, quien, en su reunión del 16 de julio de 1965 y, publicada en el Boletín Oficial del Estado de 21 de julio del mismo año, indultaría a Rogelio Piñeiro Novegil. Como pena accesoria, era condenado a 30 años de cárcel.
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