Once personas carbonizadas en un accidente ferroviario
La Galicia de los años cincuenta trataba de recuperarse de las muchas heridas que había dejado la Guerra Civil. Sin embargo, nada era como antes, aunque el país seguía siendo muy pobre y atrasado. En aquella década comenzó a descubrirse que se había acabado el sueño americano surgido hace ya algo más de medio siglo, al amparo de aquellos indianos que regresaban a su tierra vistiendo sus mejores trajes y luciendo unas llamativas joyas. Pero nada era igual a como ellos lo habían retratado. Ya no partían barcos fletados por las grandes compañías trasatlánticas rumbo al nuevo mundo. Ahora una gran parte de la juventud gallega intentaba abrirse paso en la Europa que resurgía de la Posguerra Mundial.
En Galicia tal vez sus habitantes gozasen de un nivel de vida similar o peor a etapas anteriores a la Guerra Civil española, con indicadores socioeconómicos catastróficos. Proseguía una ancestral economía rural de autoconsumo que apenas paliaba las necesidades básicas de muchos de sus residentes que vivían mayoritariamente en extensas áreas rurales que, a diferencia de lo que acontece hoy en día, gozaban de una excelente salud demográfica que no tardaría en deteriorarse como consecuencia de la falta de expectativas a las que los abocaba un sistema económico y social anquilosado y anclado en etapas pretéritas.
En aquella tierra en la que faltaba de todo o prácticamente de todo, un 21 de mayo de 1952, hace ya algo más de 67 años, se vio dramáticamente sorprendida por un brutal accidente ferroviario en el que perderían la vida once personas, el más trágico de la historia hasta que hace unos años ocurrió el de Angrois. De nuevo la fatalidad volvió a cebarse con una tierra pobre y desamparada cuando pasaban algo más de cinco minutos de las dos y media de la tarde de aquel día de primavera.
Vagones sueltos
Se dieron muchas casualidades, tal vez demasiadas, para que se produjese un trágico siniestro que tendría como escenario el lugar de Pazos, una parroquia perteneciente al municipio de Padrón, en la comarca del Sar. En aquella tarde, cuando muchos gallegos estaban comiendo o durmiendo plácidamente una siesta, la tierra de Rosalía de Castro se sobresaltó repentinamente cuando se produjo una colisión entre 12 vagones que se habían soltado de un tren mercancías que había hecho escala en la estación de A Escravitude y se deslizaron por una pendiente, que actuó como rampa de lanzamiento, para ir a chocar muy violentamente contra el tren expreso que había efectuado previamente una parada en Padrón.
Decíamos antes que se dieron excesivas casualidades para que se produjese una catástrofe humana de estas dimensiones tan terribles. El hecho fue que entre los vagones desprendidos había dos unidades que transportaban combustible, unos 45.000 litros de gasolina que, tras impactar contra el convoy de pasajeros, provocarían sendas explosiones y posteriormente un grave incendio en el que perecerían carbonizadas un total de doce de personas, prácticamente todos los pasajeros que iban en primera clase.
Antes de producirse el fatal siniestro, una vecina de Pazos trató de avisar al fogonero del expreso de lo que acababa de contemplar -dándole señales con los brazos- que eran una docena de vagones sueltos campando a sus anchas. El maquinista se vio obligado a frenar de forma brusca, lo que provocaría que dos de las unidades del expreso, concretamente el correo y el furgón, se encaramasen sobre el primer vagón, quedando atrapados sus viajeros en una mortal ratonera, a la que se añadía el fuego abrasador que terminaría con la vida de quienes se vieron envueltos entre las llamas que enseguida se extendieron sobre aquel monumental amasijo de hierros.
Vecinos
A pesar de ser una tierra pobre y humilde, y quizás muchas cosas más, lo que nunca se podrá decir de los gallegos es que no son un pueblo solidario y hospitalario. Fueron los vecinos de las parroquias donde tuvo lugar la catástrofe quienes primero acudieron de forma desinteresada a socorrer aquellos pobres hombres y mujeres que luchaban por su vida en medio de una impresionante humareda que se podía divisar a varios kilómetros de distancia. La misma imagen de solidaridad y entrega se repetiría algo más de seis décadas más tarde en el no menos trágico accidente de Angrois, acontecido en las mismas tierras y la misma comarca.
En aquel entonces no se disponía de unos servicios de emergencias como los que existen en la actualidad. Es por ello que la actitud de los vecinos y del resto de los viajeros que no habían sufrido las consecuencias directas de aquel grave percance alcanza una mayor dimensión. Para evitar que las llamas se propagasen al resto del convoy, desengacharon los vagones que no habían sufrido daños del resto del tren. Las labores de recuperación de los cuerpos de los fallecidos, que estaban carbonizados y mutilados, se extenderían hasta altas horas de la madrugada. A las nueve de la noche de aquel 21 de mayo de 1952 solamente habían sido recuperado siete cadáveres.
El mejor ejemplo que describe la magnitud de aquel terrible accidente lo constituyó un ciudadano gallego residente en Argentina, Pedro Vázquez, quien manifestaría a la prensa de la época que había sido el peor día de su vida. No era para menos. El hombre recordaba que había participado en la Segunda Guerra Mundial hacía menos de diez años y que había caído prisionero de los japoneses en Filipinas. Ni siquiera entonces sintió tanto pánico. Además, los nipones no eran precisamente hermanitas de la caridad con sus enemigos.
Como de costumbre, al lugar de los hechos se desplazaron las principales autoridades gallegas de la época. Sin embargo, en seguida se decretaría el habitual toque de queda a la prensa de entonces que, aunque informó cumplidamente a lo largo de dos días del trágico siniestro, enseguida vería como le impedían seguir informando sobre un accidente que, al igual que había sucedido tan solo ocho años antes con el de Torre de Bierzo, pronto quedaría relegado al olvido de las hemerotecas.
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