Los últimos verdugos

Los últimos verdugos en una de sus habituales reuniones

Su imagen y su prestancia va íntimamente unida a la España de otro tiempo. A esa España comúnmente llamada profunda, negra o de castañuela y pandereta. Quizás nadie mejor que ellos reflejan los tiempos en los que la práctica totalidad de los españoles se sacrificaban para sobrevivir un día tras otro, donde cada jornada superada bien podía considerarse una victoria. Su profesión no era envidiable, aunque ellos se mostraban satisfechos con su trabajo, una máxima necesaria para ser eficaz donde el resultado final quizás fuese lo de menos o lo de más.

Su oficio consistía en sacarle la vida a sus congéneres. Convivían con lo más raudo y escabroso de su tiempo. Alguien comentó con acierto que nada tenían que envidiar ninguno de estos hombres a quienes ellos ajusticiaban. Algunos de ellos habían sido incluso colegas suyos de correrías en un país en que era frecuente contemplar a los trileros donde había grandes concentraciones de público o también a aquellos otros que, valiéndose de la inocencia y la avaricia de terceros, les «limpiaban» una buena cantidad de dinero. Aunque todo el mundo los conocía como verdugos su nombre oficial fue el de ejecutor de sentencias. Cada uno de ellos actuaba en una circunscripción penal concreta que se les asignaba cuando tomaban posesión de su cargo.

En los últimos años del anterior régimen español fueron objeto de múltiples reportajes y entrevistas, entre ellos un magnífico documental del cineasta Basilio Martín Patino, quien con una excepcional maestría retrataba a la perfección la vida de estos hombres. A ellos, a los verdugos, que se reunían con frecuencia para tratar asuntos relativos a su oficio, les unía no solo el vínculo profesional sino una afición a ciertos placeres terrenos que, en parte, podrían explicar el porqué estos hombres llegaban incluso a sentir orgullo de un trabajo que a muchos les resultaba poco menos que asqueroso. Víctima de resentimientos pasados, un antiguo ejecutor de sentencias, Florencio Fuentes Estébanez acabaría quitándose la vida en el año 1970. Había abandonado su profesión e incluso había sido expedientado en el transcurso de la última ejecución que realizaría en el año 1953, cuando en Vitoria tuvo que ejecutar a Juan José Trespalacios. Quizás fruto de un pasado que no era capaz de superar, Florencio Fuentes se distanciaría de un mundo que le había dado la espalda, viéndose incluso en la necesidad de mendigar.

Los «tres magníficos»

Ellos, por ser los últimos y también por vivir en un mundo al que ya no eran ajenos algunos de los modernos medios de comunicación, entre ellos la televisión y la cinematografía, encarnaron mejor que nadie la genuina imagen del ejecutor de sentencias, como le gustaba que le llamasen a Bernardo Sánchez Bascuñana, un antiguo guardia civil sevillano que en 1949 colgaría el tricornio para cambiarlo por el manubrio que accionaba cada vez que ejecutaba a un preso en el garrote vil. Le gustaba denominarse a si mismo como «el decano» por ser el de más edad, además de ser también el más veterano en la ejecución de reos condenados a muerte. Hombre de profundas convicciones religiosas, no sentía el más mínimo escrúpulo ni resentimiento cada vez que un condenado caía sobre el cadalso tras ser ejecutado. Incluso llegaba a decir que envidiaba al condenado. Le encantaba la poesía y así era frecuente que recitase ante sus compañeros algunos sonetos de grandes autores atribuyéndose para si una falsa autoría. Otro compañero inseparable de su oficio era el alcohol que acabaría ganándole la batalla en el año 1972.

Además de don Bernardo, como le gustaba que le llamasen, se encontraban también en este trío Antonio López Sierra y Vicente López Copete. El primero de ellos ofrecía un aspecto de hombre rudo, como si hubiese estado curtido en mil batallas, siendo también quien mejor encarna el prototipo del español marginado por decenas de razones y que acaba enrolado en una profesión de la que él no distaba mucho de sus potenciales clientes. Al igual que Sánchez Bascuñana, era un bebedor empedernido que había ido voluntario a la División Azul para huir del hambre. Se casó en la adolescencia, con tan solo 17 años, por haber dejado embarazada a quien sería su esposa. Además de participar en la campaña de Rusia, trabajó de albañil y cometió algunos pequeños delitos que le harían dar con sus huesos en la cárcel.

López Sierra fue el encargado de dar muerte a José María Ruiz-Jarabo, reo que se hizo célebre por asesinar a dos prestamistas y a dos mujeres en el Madrid de los años cincuenta. La ejecución, de por si, no dejaba de ser un puro contraste de la época. El famoso Jarabo, un dandy de una aristocrática y acaudalada familia española, en tanto que su verdugo no dejaba de ser un pobre hombre procedente del árido rural extremeño, quien se había tenido que agarrar a una lúgubre profesión para sobrevivir. Sin embargo, lo peor no es el contraste, que en este caso no deja de ser secundario, sino el hecho en si de la ejecución. Casi media hora tardó en acabar con el fornido y atlético cuerpo de Jarabo. Cuentan las crónicas que se encontraba borracho, algo que era muy habitual en él, máxime si tenía que llevar a la práctica su trabajo.

Una mujer

Otra anécdota que roza lo macabro y lo curioso a la vez es cuando en el año 1957 se vio obligado a acabar con la vida de una mujer, Pilar Pradas Santamaría, de 31 años de edad, conocida como «la envenenadora de Valencia». La joven había dado muerte a las esposas de los señores de las familias para las que trabajaba con el objetivo, según parece, de casarse con alguno de ellos, finalidad que nunca alcanzaría. Ella representaba a la perfección la clásica mujer española de Posguerra. Era analfabeta y carecía de cualquier cualificación profesional. A López Sierra, cuando supo que su próxima víctima sería una mujer, le entró la vena compasiva. Mantuvo con ella una breve conversación en la que la condenada le preguntó si tenía hijas. La ejecución se demoró un par de horas a la espera de un indulto que nunca llegaría.

A la muerte de Franco, en plena Transición democrática, los viejos aparatos fabricados por herreros son relegados para siempre al baúl de los recuerdos. Es entonces cuando Antonio López reinicia una nueva vida en la que ayudará a su esposa en la portería en la que trabaja, emplazada en una finca del madrileño barrio de Malasaña. Allí, el viejo verdugo tratará de distanciarse de su antiguo oficio, intentando pasar desapercibido entre el vecindario, evitando hablar en todo momento de la profesión que ha ejercido durante casi 30 años. Moriría en 1986 y, al igual que don Bernardo, el alcohol jugó un papel decisivo para quebrar definitivamente su salud.

El más joven de los ejecutores de sentencias era Vicente López Copete, contaba un año menos que López Sierra, de quien también era paisano. Parece ser que eran amigos de correrías antes de entrar en el «Cuerpo de Verdugos», aunque su carácter dista bastante del de su colega. Quizás encaje mejor con el de don Bernardo, por su carácter abierto, afable y con un punto divertido. Hablaba con mucha naturalidad de su profesión y para nada mostró nunca resentimiento o arrepentimiento alguno acerca de las decenas de ejecuciones que llevó a cabo. Narraba las anécdotas con cierto gracejo y también era aficionado al alcohol y las mujeres. Esta última afición la llevaría a situaciones extremas, ya que sería condenado por estupro, lo que le valdría ser expulsado de la profesión.

A Copete, que era titular de la Audiencia de Barcelona, le correspondía la ejecución de Puig Antich y el ciudadano alemán Heinz Chez. Sin embargo, por esas fechas, en marzo de 1974, se estaba tramitando su expediente de expulsión por lo que hubo de ocupar su puesto José Monero Renomo, el verdugo que había ocupado la vacante dejada por el fallecimiento de Sánchez Bascuñana. Carente de cualquier experiencia, hasta desconocía como funcionaba la tétrica máquina de matar. Incluso se cuenta que no utilizó el palo vertical que se empleaba para provocar la dislocación de las vértebras del reo y finalmente acabó realizando una brutal carnicería en la que el condenado tardaría más de media hora en morir. Hay quien dice que fue literalmente degollado, aunque este extremo no se ha podido probar nunca. Lo que si se sabe es que el director de la cárcel advirtió a todos los presentes de que mantuviesen aquel hecho en el más escrupuloso de los silencios. Su ejecutor fallecería en 1986 en Sevilla.

A raíz de su expulsión como funcionario de Justicia, Vicente López Copete se iría distanciando paulatinamente de su viejo amigo Antonio López Sierra. Esa distancia no sería solo personal sino también física. Al viejo verdugo, padre de seis hijos, se le empieza a perder la pista en 1974, aunque se sabe que fue el último en fallecer. Su óbito se produjo en la localidad alicantina de Elche en el año 1996. Con su desaparición, se perdía también una parte de esa España tomada en viejas fotos en blanco y negro y reproducidas a toda plana en huecograbado en las primeras páginas de las publicaciones de otro tiempo, bajo una impresionante mancheta colorada.

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Acerca de

Soy Antonio Cendán Fraga, periodista profesional desde hace ya tres décadas. He trabajado en las distintas parcelas de los más diversos medios de comunicación, entre ellas el mundo de los sucesos, un área que con el tiempo me ha resultado muy atractiva. De un tiempo a esta parte me estoy dedicando examinar aquellos sucesos más impactantes y que han dejado una profunda huella en nuestra historia reciente.